La mejor de las intenciones puede producir el peor de los resultados o, por lo menos, generar problemas colaterales sin que el problema principal haya sido siquiera alterado. El combate a la corrupción no escapa a este riesgo. Lo cierto es que podría ocurrirle a cualquier intervención pública, particularmente cuando no se dedica suficiente empeño en la selección de los métodos y ponderación de sus efectos potenciales. El propósito de las políticas públicas no puede ser acuerpar las intenciones afiebradas de cualquier mandatario, sino lograr propósitos claros, factibles y deseables al menor costo social posible. De poco sirve curar de un catarro a un paciente al costo de su vida o de daños permanentes a su salud.
En este orden de ideas, debemos tener suficiente cuidado en evitar cinco potenciales patologías cuando nos disponemos a combatir la corrupción: voluntarismo, “nuevismo”, atropello, confusión y pretexto. Abordemos cada una de ellas.
El voluntarismo, evidentemente, asume que todo es cuestión de voluntad, pero no cualquiera ni en manos de quien sea, sino de La Voluntad. Una voluntad en manos de una persona, grupo o estamento que cuenta, por sí sola, con capacidades intelectuales, históricas y morales para acometer los más grandes retos de la Nación. De esta manera, basta con que este líder o grupo determinen qué es lo mejor para la sociedad que dirigen, así como el camino adecuado para conseguirlo. El problema del voluntarismo no sólo radica en el autoengaño de creerse elegido(s) por la historia, sino en abrogar la necesaria discusión sobre medios y fines de la intervención pública. Supone ingenuamente que se cuenta con toda la razón y la capacidad absoluta de cristalizar visiones monopólicas o sectarias.
Cuando el combate a la corrupción sucumbe al voluntarismo, se brinca la necesaria apropiación social de las políticas a implementar y la indispensable ponderación técnica respecto del camino a seguir y sus costos implícitos. Así, el destino de una comunidad política, en una de las áreas esenciales de su vida pública, se juega a cara o cruz del albur de un iluminado y su corte. Aun si La Voluntad fuera bien intencionada, poco o nada podría hacer ante el sabotaje, rebeldía, apatía o anomia de un pueblo entero.
Muy cerca del voluntarismo cabalga el “nuevismo”: esa tendencia a suponer que la historia puede reinventarse o reescribirse caprichosamente en la coincidencia de ciclos electorales que se cierran o se abren. Cercana patología de su primo hermano, el chovinismo, el nuevismo cree que nada de lo que se ha intentado antes merece mucha reflexión, mucho menos implementación. La historia comienza ahora y no vale la pena buscar remedios a la corrupción en el pasado o en otras latitudes. Así se renuncia a la experiencia adquirida, muchas veces a un alto costo, y se evita aprender de errores previos o ajenos. El resultado, paradójicamente, termina siendo incurrir en los mismos problemas que otros ya tuvieron en nuestro propio país o en otros; tropezar con la misma piedra que se encontraba descrita en la bitácora de viajeros pasados.
El nuevismo no sólo ocurre en el ámbito del combate a la corrupción o en el sector público. Es recurrente encontrar, en el mundo de la literatura desechable de la administración, alusiones y volúmenes sobre la última metodología que, ahora sí, vendrá a revolucionar la práctica pública o privada. No es más que el nada novedoso fenómeno de vino viejo (o reciclado) en odres nuevos.
La tercera patología es el atropello. La prisa no es buena consejera en ninguna faceta de la vida, menos en el abordaje de ningún fenómeno público. Cuando se combate la corrupción –o sus trazas—de manera atropellada, pueden cometerse graves errores que terminan afectando a las poblaciones más vulnerables en lugar de las redes de corrupción que podrían aflorar al lado de cualquier intervención pública. De esta manera, antes de cerrar un problema público por los beneficios indebidos, o incluso ilegales, que podrían estar capturando élites o grupos, resulta necesario reflexionar sobre las consecuencias que recaerían sobre quienes dejen de recibir los servicios o beneficios públicos derivados del programa. Lo anterior no implica ser omisos y asumir que la corrupción es irremediable o el menor de los males posibles, sino analizar con detenimiento qué facetas de los programas generan riesgos de corrupción y tomar las medidas preventivas y correctivas pertinentes. Este proceso puede llevar tiempo, por lo que el análisis de las consecuencias intrínsecas de su terminación debe anteceder decisiones de tal trascendencia social. No podemos combatir la corrupción a costa de sus víctimas.
En cuarto lugar, están las confusiones. Una de las más recurrentes en el combate a la corrupción estriba en entenderla como el combate a los corruptos. No es que estos últimos no sean merecedores del desprecio social y el justo castigo de las instituciones; sino que, si enfocamos todas nuestras fuerzas, o una parte considerable de ellas, en buscar castigar a quienes defraudaron la confianza pública, corremos el riesgo de dejar intocado el estado de cosas que propició, permitió o soslayó ese abuso. Tanto o más importante que perseguir a estas personas y sus cómplices, es cancelar las condiciones estructurales y sistémicas que permitieron —permiten— su modus operandi. La obsesión carcelaria en el combate a la corrupción no debe distraernos de su indispensable prevención.
La última, y quizá la más grave de esta lista, es el combate a la corrupción como pretexto para perseguir, hostigar o descalificar a los adversarios políticos. El combate a la corrupción desde la perspectiva del pretexto político es mucho peor que ningún combate en absoluto, porque en el fondo no se busca la justicia sino la revancha. Esta intención puede llevar no sólo a encarcelar a las personas correctas por los motivos equivocados, sino que incluso puede atacarse a personas u organizaciones inocentes de tal cargo. La imparcialidad en el combate a la corrupción no sólo debe ser evidente sino aparente. Toda imputación debe ser claramente apegada al proceso legal y debe quedar claro que se persigue sin distingos a quienes abusaron de su cargo o posición.
Entre otras, estas cinco patologías del combate a la corrupción, combinadas o por separado, nos alejan a todos en México del anhelo legítimo de un país donde los ciudadanos confíen fundadamente en su gobierno, y un gobierno digno de tal confianza.
Jorge Alatorre. Profesor investigador de la Universidad de Guadalajara e integrante del CPC del Sistema Nacional Anticorrupción.