Resulta complejo idealizar una democracia en donde no exista igualdad en la representación de los grupos y se asegure que la voz de las mayorías sea escuchada. En lo procedimental del sistema de partidos y del sistema electoral mexicano yacen muchas trampas que coadyuvan a que la corrupción sea parte del engranaje democrático, lo que da como resultado un juego sin competencia justa entre partidos, que muchas veces asegura la victoria a quien tiene acceso a más recursos, legal o ilegalmente.
Los beneficios de la élite empresarial que decide invertir en las elecciones son contratos, permisos o regulación favorable (María Amparo Casar, 2018). Esto los lleva a buscar medios ilegales que converjan en cubrir sus intereses desde la política. Esta vía de financiación de campañas y de partidos políticos implica corrupción e ilegalidad, y es una forma de captura del Estado que resulta en la posibilidad de influir en el diseño y adopción de las políticas públicas. Así, el gobierno ya no puede ser el espacio público por excelencia de representación de todos los intereses, sino más bien, un espacio privado de representación de intereses de los privilegiados. Si el gobierno en turno permitió el financiamiento ilegal para llegar al poder, es muy probable que prefiera promover los intereses de sus financiadores que los de quienes supuestamente está representando.
El financiamiento y el gasto ilegal en las campañas han llevado a que las agendas legislativas de los partidos sirvan a los intereses de particulares. Lo vimos con el caso Odebrecht, cuando Carlos Fadigas, exdirector de la compañía, aceptó que Braskem (filial petroquímica de Odebrecht) “acompañó” a Enrique Peña Nieto y a todo su equipo a lo largo de su campaña. Pocos años más tarde, la operación Lava Jato expuso la gran red de corrupción que giraba en campañas políticas que la compañía brasileña tejió en toda América Latina.
Gilens y Page se preguntaron: ¿el gobierno realmente nos representa? Y descubrieron que en Estados Unidos el 90% de la población tiene apenas 30% de probabilidad de impulsar leyes, aun cuando éstas cuenten con un gran apoyo social. En cambio, para el 10% más rico de la sociedad, la probabilidad de que una ley que cuenta con su apoyo sea a aprobada es de 61%; o al contrario: si una ley no tiene su apoyo, existe prácticamente la seguridad de que no sea aprobada.
En cuanto a México, ¿qué podemos esperar de una clase política que carga con un expediente de actos de corrupción? De acuerdo con la legislación vigente, los partidos políticos en campaña tienen prohibido recibir ingresos desde ministros de culto, organismos internacionales, administración gubernamental, personas morales (empresas, sindicatos o corporaciones), extranjeros o personas no identificadas. Las personas físicas sí pueden aportar a una campaña, pero tienen un tope: 1.68 millones de pesos.
En México una campaña para gobernador tiene un tope legal de 51.6 millones de pesos, con variaciones desde 4.9 mdp en Quintana Roo, hasta 299 mdp en el Estado de México (María Amparo Casar, 2018), pero se estima que una campaña exitosa cuesta hasta 496 mdp. También se estima que por cada peso que un candidato a gobernador declara hay 25 pesos más que provienen de financiación ilícita.
Los partidos políticos han pasado por alto este impedimento legal: ahí están los casos de Pemexgate y los amigos de Fox (María Amparo Casar, 2018); Odebrecht en campaña de 2012 y durante la dirigencia de Emilio Lozoya en Pemex (Animal Político, 2017); o también las acusaciones que recayeron en la bancada panista por financiar la campaña de Ricardo Anaya desviando recursos del Ramo 23. (Milenio, 2016)
Entendemos, pues, que la desigualdad política en la competencia entre partidos tiene su origen en una desigualdad económica y social permeada de altas dosis de corrupción. Ésta proviene de aquellos que utilizan los recursos de empresas, sindicatos, corporaciones, o del mismo gobierno para financiar de manera ilegal las campañas de ciertos candidatos con fines e intereses particulares.
Desigualdad y corrupción se vuelven un círculo vicioso. Llegado este punto, una alimenta a la otra. La desigualdad socioeconómica es motor de movimiento de las estructuras clientelares de los partidos políticos. Se ha demostrado que, en zonas rurales y marginadas, prolifera el clientelismo y por lo tanto la probabilidad de compra y coacción del voto. Sobre todo, el intercambio del voto por dinero, por un servicio, porque les condicionan programas sociales o por cualquier dádiva, lleva a los votantes más vulnerables a dejar de ejercer sus derechos políticos y consecuencia de esto, no se construye una democracia efectiva.
Retomando el estudio de Gilens y Page y situándolo en el caso mexicano, podemos concluir lo siguiente: el financiamiento ilícito de las campañas puede traducirse en un freno de representatividad política muy alto. ¿Qué quiere decir esto? Que la mayor parte del dinero que se mueve en las campañas tiene un origen en el sector privado y claramente busca influir en la legislación y las decisiones políticas para lograr un beneficio propio.
Hacen falta mecanismos en los congresos que aseguren la representatividad de los grupos más vulnerables. Candados que no permitan la cooptación ni de los partidos, ni del Estado mismo. Eliminar esta desigualdad política lleva al fortalecimiento de la democracia, al mismo tiempo que se combate a la corrupción.
Francisco Javier Vega Oviedo (@pacovego) es estudiante de ciencias políticas y administración pública en FES ACATLÁN-UNAM.
Fuentes:
Casar, María Amparo, y Ugalde, Luis, (2018) Dinero bajo la mesa, México: Grijalbo.
Olmos, R. (2017). Delator revela que filial de Odebrecht acompañó la campaña de Peña Nieto en 2012. México: Animal Político.
Alemán, R. (2016). Los moches de Anaya a través del ramo 23. México: Milenio.