México tiene atravesada la corrupción por la espina dorsal de su historia. Para la mayoría, se trata de la marca característica de nuestra política nacional. Sin embargo, la corrupción no se limita a un asunto interno, sino que es un fenómeno global que articula complejas redes de actores que desarrollan elaborados esquemas de desvío de recursos y de enriquecimientos ilícitos. En todo el mundo se visualizan ejemplos de los estragos generados por sobreponer el interés personal al público, del mal uso de los recursos del estado y de la colusión entre las autoridades y actores del crimen organizado. La corrupción no es un problema de algunos países, sus manifestaciones nos atraviesan como sociedades, sin importar el lugar o la época.
Al ser un problema global, sería lógico pensar que las estrategias para combatirlo deben plantearse desde la cooperación internacional. A lo largo de los años, México ha asumido obligaciones internacionales que tienen como objetivo sumarse a los esfuerzos multilaterales para prevenir, investigar y sancionar la corrupción en todos los niveles. Para dar cumplimiento a estas responsabilidades adquiridas, un paso fundamental es el proceso de armonización legislativa entre nuestro andamiaje jurídico y los tratados y acuerdos internacionales ratificados por nuestro país.
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