En las últimas dos décadas, la percepción ciudadana sobre la democracia en México ha variado. Estos cambios, al parecer, van más allá de la eficacia percibida de los gobiernos en turno, sino que también reflejan una reconsideración más profunda del significado de la democracia.
Desde 2004, la satisfacción de los mexicanos con el funcionamiento de la democracia ha mostrado cambios notables y ligados con las alternancias en el Poder Ejecutivo. Por ejemplo, a mediados de la década de 2010, el descontento con la democracia alcanzó su punto máximo:tres de cada cuatro ciudadanos expresaron su insatisfacción. En contraste, con la llegada de Andrés Manuel López Obrador al poder en 2018, observamos un incremento en la percepción de satisfacción con la democracia, alcanzando en 2023 el nivel más alto de satisfacción registrado hasta este momento (según el Barómetro de las Américas, que aún no cuenta con datos para 2024).
Ante este panorama, surge una interrogante crucial: ¿estamos siendo testigos de un cambio en las prioridades de la sociedad mexicana, donde los principios de la separación de poderes y el respeto al Estado de derecho son vistos como prescindibles frente al amplio respaldo popular a liderazgos carismáticos individuales? Este desplazamiento de prioridades conlleva el riesgo de que la satisfacción con la democracia se convierta en una aprobación superficial, condicionada por la popularidad de estos liderazgos, mientras los principios institucionales que garantizan su legitimidad y permanencia se debilitan.
Este renovado optimismo en la democracia merece un examen crítico. El reciente aumento en la satisfacción ciudadana parece estar relacionado estrechamente con la aprobación del presidente López Obrador; sin embargo, no podemos pasar por alto que esta tendencia sucede en un contexto de desmantelamiento progresivo de la separación de poderes y del Estado de derecho. Estos dos son principios democráticos fundamentales, apuntalados por la Constitución mexicana. Todo el diseño institucional que deriva de estos dos principios concede un poder significativo a instituciones no electas por voto popular que buscan disminuir la discrecionalidad de las decisiones de las mayorías en defensa de los grupos minoritarios. Desde organismos no electos, agencias especializadas hasta mecanismos de revisión judicial, su propósito fundamental es servir como contrapesos a la voluntad de las mayorías y asegurar que el ejercicio del poder se mantenga dentro del marco de la legalidad y el respeto universal a todas las personas.
Los resultados de la sexta edición de la encuesta nacional sobre corrupción e impunidad de Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad (MCCI) aportan evidencia relevante en este aspecto. Por ejemplo, aunque la mayoría de los electores de Claudia Sheinbaum, Xóchitl Gálvez y Jorge Álvarez Maynez todavía considera la democracia como la mejor forma de gobierno, una minoría significativa en cada uno de estos tres grupos muestra una predisposición preocupante hacia formas de gobierno diferentes a la democracia. Si bien la encuesta no puede resolver qué alternativas consideran las personas, lo que sí podemos afirmar es que esta tendencia es particularmente pronunciada entre los simpatizantes de Morena, donde aproximadamente uno de cada tres encuestados expresa una disposición a rechazar la democracia como la mejor forma de gobierno, mientras que representa uno de cada cuatro de los votantes por las otras dos alternativas.
Los datos muestran una tensión subyacente en los valores democráticos que estos sectores del electorado priorizan. Pareciera que, para muchos, la democracia no es valiosa como un fin en sí misma, sino solamente como un medio para alcanzar ciertos valores, ideales o intereses percibidos como prioritarios. La disposición a sacrificar instituciones no mayoritarias en favor de otros intereses, cuyo origen no reside en la simple “voluntad del pueblo” expresada en las urnas, es una señal que no podemos ignorar. Después de todo, son precisamente estas instituciones las que garantizan la capacidad de resolver nuestros conflictos dentro del marco de la legalidad y preservar el equilibrio en el ejercicio del poder.
Así, es crucial entender que la expresión en las urnas de una mayoría transitoria no es la única expresión de la voluntad del pueblo; también está profundamente arraigada en la Constitución. Siguiendo el argumento de Adam Przeworski sobre qué es la democracia, la Constitución no sólo establece valores y derechos inalienables, sino también perfila instituciones de equilibrio y control diseñadas para perdurar más allá de una sola administración. Estos pilares fundamentales, como la separación de poderes y el Estado de derecho, no pueden quedar al arbitrio de mayorías momentáneas. Para preservar estos principios, la democracia se sustenta en mecanismos de control y revisión judicial, que operan de manera independiente al Poder Ejecutivo y las cámaras legislativas, fundamentados en principios de selección independientes. Ignorar la importancia de estas instituciones es comprometer la estabilidad y la legitimidad del sistema democrático en su conjunto.
Si los valores atribuidos a la democracia pueden variar entre los diferentes sectores de una sociedad plural, surge una pregunta: ¿quién determina entonces qué se considera “democrático”? Algunos afirman que sólo la “voluntad del pueblo” expresada en las urnas. Sin embargo, existen otras perspectivas: algunas instituciones fueron diseñadas para ser contrapeso a las decisiones del poder presidencial y otorgar representación a grupos minoritarios frente a la voluntad de la mayoría.
Ejemplo de lo anterior son los tribunales constitucionales y los poderes judiciales, que cumplen el principio mínimo de igualdad ante la ley, sin importar lo que consideren las mayorías. Una lógica similar persiguen los órganos autónomos que hoy están bajo amenaza de desaparecer, como el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI), la Comisión Federal de Competencia Económica (COFECE), el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL) y el Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT). Estos tienen la tarea esencial de hacer cumplir principios y valores para la sociedad que trascienden los intereses de cualquier mayoría transitoria y de cualquier agenda partidista.
La preocupación sobre la capacidad de estos órganos para preservar su imparcialidad y función protectora frente a presiones externas es completamente legítima. Cuando se compromete su independencia, el riesgo de que las decisiones de una mayoría transitoria pueda socavar un régimen democrático se vuelve más alto. Es válido, incluso deseable, cuestionar cómo y hasta qué punto estos mecanismos de supervisión, revisión y control cumplen con su propósito de proteger los valores constitucionales cuando se enfrentan a desafíos o conflictos internos significativos. Lo que no podemos permitir es que, ninguna mayoría, por circunstancial que sea, tenga la autoridad de vulnerar tales instituciones.
De acuerdo con la encuesta de MCCI, una abrumadora mayoría, sin importar su afiliación partidista, considera que los principales problemas de México desde el inicio de la gestión de López Obrador son la inseguridad, la corrupción, la economía, el desempleo y la pobreza. Estos desafíos están estrechamente vinculados a las funciones de las instituciones que no son designadas por voto popular.
Su papel es precisamente defender los valores, principios e intereses fundamentales del país que contribuyen a mitigar estos problemas. La percepción ciudadana, en este sentido, refleja una demanda clara para que el gobierno aborde estos problemas, lo cual requiere la intervención activa de los principios que sustentan nuestra democracia, como la separación de poderes y el Estado de derecho, para asegurar que las soluciones estén alineadas con los valores democráticos y protejan la “voluntad del pueblo”.
Es fundamental reconocer que la función de estas instituciones no mayoritarias no se limita a proteger estos dichos derechos de manera abstracta, sino que conlleva su implementación efectiva para mejorar las condiciones de vida de la sociedad. De este modo, su legitimidad se sustenta tanto en su capacidad para mantener el equilibrio democrático como en su eficacia para abordar los problemas que más preocupan a la ciudadanía en general.