Desde que Donald Trump ganó la contienda presidencial, Estados Unidos ha visto cómo sus valores democráticos y liberales, así como sus pesos y contrapesos han sido fuertemente sacudidos. Si bien imperfecta, la democracia estadounidense puede ser considerada relativamente sólida y, sin embargo, se ha tambaleado recientemente. Su propio presidente pasó por un juicio político, acusado de abuso de poder y obstrucción al Congreso. Si bien fue absuelto, esto tuvo que ver con dinámicas partidistas, no realmente con su inocencia. En tanto, la sociedad estadounidense ha experimentado tensiones raciales y falta de acceso a servicios de salud durante este año. Estos problemas han vuelto a poner bajo la luz los sesgos racistas y de desigualdad en la estructura de la supuesta “tierra de los libres”.
En el Índice de Percepción de Corrupción 2019 de Transparencia Internacional, Estados Unidos cayó hasta el puesto 23 del ranking, su peor posición en ocho años. Comparado con México, que obtuvo la posición 130 de 180 países evaluados, puede no parecer muy grave; sin embargo, frente a la coyuntura política y dada la influencia que tiene Estados Unidos en el mundo, resulta relevante evaluar las razones de su crisis de integridad.
Entre los focos rojos que Transparencia Internacional señala, esta la creciente influencia de los intereses particulares en el gobierno. En general, el reporte resalta la importancia de disminuir los nexos entre política y dinero. Esto último presenta para Estados Unidos un verdadero reto, pues su regulación en la materia es limitada. Cuando se habla de corrupción, también se alude a la compra de influencias, lo cual es técnicamente legal en este país: grupos de cabildeo y de acción política fondean a los candidatos de su preferencia para que, ya en el puesto, beneficien sus intereses con sus políticas.
Es indudable que los antecedentes históricos e ideológicos de cada nación afectan la arena político-electoral de manera distinta. Tradicionalmente, para muchos estadounidenses, el gobierno debe ser mínimo y las libertades individuales deben reinar. Por esto, el derecho a la libre expresión y asociación establecido en la Primera Enmienda constitucional ha sido el argumento para que el financiamiento proveniente de actores privados se regule tan poco. Asimismo, el uso de recursos públicos para la vigilancia de estos recursos es casi inexistente, pues no creen que sus impuestos deban dirigirse a dichas cuestiones. Si bien hay un monto público pensado para campañas presidenciales, estos fondos comenzaron a ser rechazados desde la contienda electoral de 2008, cuando Barack Obama decidió no hacer uso de ellos. De hecho, la campaña de Obama marcó una nueva forma de financiamiento electoral, pues una gran parte del dinero fue recaudado con pequeñas donaciones de ciudadanos comunes. Lo anterior no impidió que las campañas de Obama también fueran de las más caras en la historia de este país.
Para los mexicanos, lo anterior puede parecer bastante extraño. Al fin y al cabo, estamos obsesionados con una mayor transparencia, regulación y fiscalización de recursos para el financiamiento de partidos y candidatos.La corrupción electoral es un problema real y profundo en nuestro país. Ejemplos de financiamiento ilegal y no reportado a campañas políticas a lo largo de todo el espectro ideológico no faltan. Sin embargo, en Estados Unidos, ciudadanos y organizaciones están acostumbrados a hacer donaciones de manera abierta a los candidatos que apoyan, considerándolo una expresión de sus derechos de la Primera Enmienda. Por un lado, esto puede fomentar la participación civil en la política; por el otro, puede generar que grupos pequeños con mucho poder logren perpetrar sus intereses poco representativos.
El debate entre mayor regulación y libre financiamiento en temas políticos por actores privados no es nuevo. A mediados del siglo XX, sindicatos, trabajadores federales y corporaciones enfrentaron prohibiciones para donar a campañas políticas. Como respuesta a esta limitante, nacieron los Comités de Acción Política (PACs, por sus siglas en inglés), los cuales agregan las contribuciones individuales de los donadores. En 1971, se hizo la Ley sobre Campañas Electorales Federales (FECA), que impuso límites a los gastos de campaña, a las contribuciones individuales y de PACs; además, impulsó una mayor fiscalización de recursos para evitar la compra indebida de influencias. En 1974, se creó la Comisión Federal Electoral (FEC) como órgano fiscalizador. Sin embargo, en 1976, la Suprema Corte revirtió el tope a los gastos de campaña impuesto en 1971 bajo el argumento de que la restricción limitaba la libre expresión política.
La lucha por una mayor desregulación se intensificó en los noventa, especialmente con el uso de soft money. Grupos de interés aprovecharon las lagunas de la FECA y apoyaron a sus candidatos preferidos a través de medios independientes, como campañas publicitarias. Asimismo, los partidos recibían dinero de estos grupos que —al no estar dirigido directamente a las campañas— no era sujeto de fiscalización. Esto ocasionó que en 2002 surgiera la Ley Bipartidista de Reforma a las Campañas, que impuso nuevas limitaciones a las donaciones y al uso de soft money. Sin embargo, duraron poco, pues en 2010 llegó a la Suprema Corte el caso Citizens United v. FEC. Con el fallo cinco votos contra cuatro, fueron eliminados los límites al gasto. Esto fomentó la creación de “Súper PACs”, los cuales funcionan de forma independiente de las campañas o partidos, pero no tienen restricciones monetarias ni de donadores, aunque sí siguen siendo sujetos de fiscalización.
Miembros de ambos partidos han aprovechado este sistema, aunque los republicanos se han visto más beneficiados por las enormes cantidades de dinero de organizaciones corporativas, petroleras o de derechos de armas. En medio de una pandemia que ha puesto a debate la capacidad del sistema de salud, es relevante mencionar que la industria farmacéutica representa un importante grupo de interés y que frecuentemente dona dinero a sus candidatos preferidos, normalmente republicanos.
Por lo anterior, podría decirse que la corrupción en forma de compra de influencias en Estados Unidos… es transparente. Parece un oxímoron, pero es así. Los grupos de influencia apoyan a candidatos con recursos que les ayudarán a mantener intactos sus intereses de forma cínicamente abierta y los candidatos los aceptan sin mayor problema. Si bien es cierto que una campaña con más fondos no necesariamente resulta ganadora, sí ayuda a los candidatos a mantener su relevancia e incrementar su difusión durante estos costosos procesos.
A pesar de que estos métodos estén aceptados, el fomento de intereses especiales en la política se ha vuelto un tema de mayor importancia. El discurso contra la corrupción y la influencia de estos grupos se ha vuelto más frecuente y popular. Así lo evidenciaron evidencian Elizabeth Warren o Bernie Sanders, precandidatos demócratas al atacar la “corrupción en Wall Street” y la “ambición corporativa” que van en contra del bienestar de los ciudadanos comunes, y de la cual también se han beneficiado muchos demócratas.
Posiblemente este tipo de argumentos hubieran sido considerados muy radicales para muchos estadounidenses en elecciones pasadas, pero hoy resulta lógico que hayan tomado fuerza. El presidente que quieren desplazar no solo es visto como un corrupto, sino que ha sido apoyado por estos grupos. Aunque el financiamiento está permitido en aras de respetar las garantías individuales, en verdad casi siempre las disminuye al preponderar a quienes ya tienen el dinero y el poder. Esto ha creado un círculo vicioso del cual resulta complicado salir y en el que no existe una representación igualitaria, por lo que muchos ciudadanos hartos hoy apoyan a candidatos que denuncian estas prácticas.
La candidatura de Biden por el Partido Demócrata representa el triunfo del establishment del partido, que prefiere a alguien moderado, se ha aprovechado de dinámicas de financiamiento como las anteriormente descritas y que hizo mucho para desacreditar las ideas más progresistas. Sin embargo, es innegable que dichas ideas influenciaron la discusión, por lo cual el candidato ha tenido que llevar su plataforma un poco más hacia el progresismo de lo que se hubiera pensado originalmente. Sin embargo, el partido se ha unido detrás de la dupla Biden-Harris y ha insistido en la narrativa de que Donald Trump es un corrupto a quien hay que remover. Una de las formas en las que han acusado la corrupción de Trump es, por ejemplo, en la insistencia de que ha evadido impuestos por años.
Sea cual sea al resultado, las tensiones internas del sistema estadounidense piden a gritos que sus causas sean evaluadas. La compra de influencias y el mantenimiento de intereses especiales son unas de ellas. Aunque es poco probable que los líderes que se benefician de estas dinámicas las cambien, Estados Unidos haría bien en escuchar las voces que piden reconsiderar la lucha contra la transparente corrupción que aqueja a su democracia.
Paulina Riveroll López. Estudiante de Relaciones Internacionales en el ITAM.