La independencia judicial, ese principio tan noble y fundamental para el Estado de derecho, sigue siendo una asignatura pendiente en gran parte de América Latina. Este concepto, lejos de ser una realidad consolidada, parece una aspiración en nuestras democracias tambaleantes. En muchos casos, nuestras instituciones judiciales brillan por su parcialidad y son asediadas por intereses de diversa índole. Es en este terreno fértil y proclive a la corrupción donde cala hondo e incluso parece haberse institucionalizado la impunidad.
La imparcialidad del poder judicial puede sonar a algo lejano o un fenómeno aislado, pero, básicamente, para el ciudadano de a pie, consiste en que los jueces y magistrados tomen decisiones basadas exclusivamente en la ley y los hechos, sin presiones internas ni externas. Sin embargo, la realidad latinoamericana se aleja de este ideal. La realidad está marcada por una constante interferencia del poder político, los intereses empresariales, sindicales e incluso organizaciones criminales, convirtiéndose en un problema estructural y afectando el funcionamiento democrático.
Existen numerosos ejemplos de cómo la justicia se doblega al poder, tanto voluntaria como involuntariamente. El Triángulo Norte de Centroamérica es uno de los casos más representativos. En Nicaragua, la reforma constitucional de 2024 creó la figura de la “copresidencia”. Sin detalles claros sobre su operatividad, esta tendrá la tarea de coordinar a los demás poderes. A priori, suena a una rémora monárquica poco alentadora, donde el poder judicial sufrirá aún más los flagelos que ya padece.
En El Salvador la neutralidad de la justicia también ha sido severamente comprometida desde el 1° de mayo de 2021, cuando se destituyó a los magistrados de la Corte Suprema sin las garantías del debido proceso y sin causas específicas. Esto, en parte, se ha reflejado en su caída en el Índice de Percepción de la Corrupción (IPC) de los últimos años, al pasar de 36 puntos en 2020 a 30 en 2024. Se trata de un retroceso paulatino en la lucha contra la corrupción debido a la cooptación del Poder Judicial, la Fiscalía General de la República y el Poder Legislativo por parte del Ejecutivo. Este fenómeno ha logrado profundizar la impunidad en el país, ya que el sistema de justicia no avanza en las investigaciones contra funcionarios del gobierno actual, lo que parece ser una maniobra compartida en la región.
Un hilo común entre Nicaragua y El Salvador es que comparten la injerencia y cooptación extrema del Ejecutivo sobre la justicia. Esto convierte al Poder Judicial en una herramienta para atacar a jueces y fiscales honestos, mediante acciones directas, presiones y amenazas públicas o privadas, en un contexto en el que incluso el narcotráfico juega un papel clave.
Brasil, el gigante sudamericano, no está exento. Aún con secuelas de uno de los escándalos de corrupción más colosales de la región, las investigaciones de la Operación Lava Jato revelaron cómo la corrupción permeó el sistema judicial y político, exponiendo la fragilidad institucional y un patrón de parcialidad.
En México, lo que en el pasado parecía una simple intentona de reforma judicial, en 2024 se ha concretado en una realidad: jueces, magistrados y ministros de la Suprema Corte serán ahora elegidos por voto popular. Aunque esta medida se ha promovido como un emblema de la lucha contra la corrupción, la impunidad y el nepotismo, su implementación podría generar el efecto opuesto y desencadenar un retroceso institucional. Un ejemplo es la creación del cuestionado y ambiguo Tribunal de Disciplina Judicial, bajo cuya supervisión estarán sujetos los jueces federales. Esto plantea una interrogante preocupante: ¿será este un nuevo mecanismo de presión capaz de comprometer la independencia judicial? A ello se le agrega el riesgo de que este modelo propicie la injerencia del narcotráfico, empresarios y otros actores para influir en las campañas electorales de los jueces.
La fórmula es simple. Cuando surge un entorno favorable para salvaguardar los intereses de ciertos actores, los jueces que actúan con independencia se convierten en una barrera para sus objetivos. Los primeros idean estrategias para socavar, intimidar y remover a aquellos que no les son convenientes o que representan una amenaza para sus estructuras, recurriendo a procedimientos que aparentan ser legales, pero que en realidad debilitan el sistema de justicia.
Como hemos visto, este fenómeno no es exclusivo de un solo país, sino que constituye un patrón recurrente que atraviesa la región, en el que tanto gobiernos como actores externos buscan servirse del Poder Judicial. Evidentemente, lo que predomina en América Latina son los nexos entre el poder político y el judicial. Con este panorama preocupante, las reformas se presentan como necesarias, pero sus propósitos reales a menudo se disimulan.
Algunas iniciativas quedan en simples declaraciones sin posibilidad real de implementación, ya sea por falta de recursos o de capacidad operativa. Otras, en cambio, se utilizan como estrategias de imagen, funcionando como eslóganes destinados a satisfacer a ciertos sectores, ya sean partidarios, instituciones, la sociedad civil o incluso otros países, proyectando una apariencia de “óptimo desempeño” institucional.
En este contexto, es frecuente aplicar el enfoque “one size fits all”; es decir, replicar mecánicamente experiencias exitosas de otros contextos sin considerar las particularidades de cada entorno. Si bien es valioso analizar y tomar referencias de casos comparados, resulta fundamental adaptarlos a nuestro propio ecosistema. Esto implica considerar los recursos locales, los actores involucrados, el marco normativo, las demandas sociales, la cultura y las fortalezas y debilidades de cada sistema de justicia. Solo con este enfoque contextualizado se pueden maximizar los resultados, asegurando que cualquier iniciativa sea medible, su desempeño evaluable y sus procesos sujetos a mejoras continuas mediante capacitación adecuada. Lo que es claro es que es necesario contar con voluntad política genuina, un compromiso real de la ciudadanía y reformas estructurales profundas.
Si bien existen dificultades evidentes, afirmar que todo es adversidad sería una simplificación excesiva. República Dominicana se erige como el jugador estrella en la región, siendo el único país que ha logrado avances significativos en la lucha contra la corrupción, al alcanzar el puesto 36 en el IPC 2024, con una mejora de ocho puntos desde 2020. En pocos años, ha logrado fortalecer la independencia del Poder Judicial y de la Procuraduría General de la República, lo que ha permitido avances sustanciales en la investigación de casos de gran corrupción sin injerencias.
Siguiendo este rumbo favorable, un factor clave y global que ha irrumpido en el camino hacia el fortalecimiento de la independencia judicial es la tecnología. Las herramientas digitales, aunque objeto de debate en algunos sectores, han demostrado ser un recurso invaluable para monitorear procesos, reducir la discrecionalidad y, lo más importante, exponer casos de corrupción.
Estonia se posiciona como un referente ejemplar. Reconocido globalmente por contar con una de las administraciones más digitalizadas del mundo, este país ha implementado un sistema innovador que integra la grabación de videoconferencias durante los juicios. Dichas grabaciones, accesibles al público, facilitan una supervisión más amplia y transparente de los procedimientos judiciales y promueven la rendición de cuentas, además de que reducen las oportunidades para la opacidad, la manipulación y la parcialidad, factores históricamente asociados con la corrupción. El sistema actúa como un sólido disuasivo frente a cualquier conducta indebida entre jueces, abogados y demás actores involucrados, para contribuir de manera significativa a la mitigación de la corrupción en el ámbito judicial.
La independencia judicial es un pilar de la democracia, pero en América Latina sigue tambaleando. La corrupción, los intereses políticos y las desigualdades estructurales han debilitado profundamente nuestras instituciones judiciales, dejando a los ciudadanos desprotegidos y perpetuando un sistema donde la impunidad es la norma. Esto no es solo una crisis institucional, sino un golpe directo a la ciudadanía.
Un sistema incapaz de garantizar igualdad ante la ley consolida la falta de consecuencias para quienes violan la norma, normaliza el soborno y refuerza la cultura del «arreglo» entre los actores. La corrupción judicial no solo socava la confianza en el Estado, sino que también impone un alto costo económico: disuade la inversión y genera incertidumbre. Cuando el acceso a la justicia depende de cuánto se pueda «poner en el sobre», la ley deja de ser un derecho y se convierte en un privilegio.
Las Américas enfrentan un desafío inaplazable: la construcción de un Poder Judicial sólido e independiente. La selección y remoción de jueces y fiscales deben responder exclusivamente al mérito y la integridad, no a cálculos políticos o intereses particulares. Asimismo, quienes combaten la corrupción deben contar con garantías efectivas para ejercer su labor sin presiones ni represalias. Como advirtió Montesquieu, “una injusticia hecha al individuo es una amenaza hecha a toda la sociedad”. La normalización de la impunidad no solo deja desprotegidos a quienes buscan justicia, sino que erosiona la confianza en las instituciones y debilita las bases de la democracia. Sin reformas estructurales y compromisos genuinos, la justicia seguirá siendo un artificio, la inmunidad ante el castigo una constante y la democracia, una mera apariencia.
Sobre el Autor:
Francisco Sanz de Urquiza
Graduado en Derecho por la Pontificia Universidad Católica Argentina, maestro en Derecho
Internacional (Cambridge International University), Relaciones Internacionales (Universidad de
Bolonia) y Estrategias Anticorrupción y Políticas de Integridad (Universidad de Salamanca).