En pocos fines e inicios de sexenio como en los de López Obrador y de Claudia Sheinbaum el partido oficial y sus presidentes han mostrado un apetito reformador tan desenfrenado como el que hemos vivido en estos dos primeros meses de la LXVI Legislatura. En ninguno, de nuestra efímera democracia, se han aprobado tantas iniciativas sin moverles una coma salvo para corregir sus propios deslices. En ninguno, con la celeridad y descuido en forma y fondo de iniciativas con un potencial tan dañino.
Ni siquiera con Peña Nieto y su Pacto por México que incluía 95 acciones la mitad de las cuales correspondían al Poder Legislativo. Un pacto, dicho sea de paso, entre el partido oficial y las oposiciones. Un pacto basado en la inclusión de las agendas de todas las fuerzas políticas. Un pacto que ampliaba la democracia.
En los dos meses de la legislatura que comenzó el 1° de septiembre de este año se han aprobado las 8 iniciativas de reforma constitucional presentadas por el Poder Ejecutivo y las 15 presentadas por Morena. No es sólo el número sino la profundidad de la mayoría de estas iniciativas entre las que sin duda destacan la reforma al Poder Judicial y la llamada “supremacía constitucional” que establece la inimpugnabilidad de las reformas constitucionales ya sea por la forma en la que fueron aprobadas o por su contenido.
A partir de ayer y hacia adelante, la Suprema Corte no tendrá el carácter tribunal constitucional con la facultad de frenar lo que a la aplanadora morenista se le ocurra y como se le ocurra. Si el voto de un diputado fantasma es contabilizado, aunque materialmente no hubiese podido votar por encontrarse fuera del país, mala tarde. Si su voto hubiese sido el definitorio no habría recurso que valiera para frenar la reforma constitucional.
Si se anula la libertad de expresión, la igualdad de género o el derecho de huelga, no importa. Así lo quiso el Poder Legislativo que se ha vuelto el poder supremo. Bien harían en cambiar el artículo 49 de nuestra Constitución que dice que “El Supremo Poder de la Federación se divide, para su ejercicio en Legislativo, Ejecutivo y Judicial”.
El Supremo poder de la federación ha pasado a residir en una mayoría ganada a la mala en el Poder Legislativo y éste a ser un hijo obediente del Ejecutivo.
El pueblo ha pasado a ser la presidenta de la República, los 364 diputados de la alianza morenista y los 86 senadores (incluidas las dos desertoras del PRD y Yunes). Ellos y ellas encarnan al pueblo. En el futuro, porque hoy no lo son, se les unirá la mayoría calificada de ministros de la Corte, los presidentes de los órganos de administración del Poder Judicial y del Tribunal de Disciplina y la mayoría de los más de 1500 jueces magistrados.
Anunció el diputado Monreal que aún hay más. Ya ha sido programada la sesión para la “desaparición-fusión” de los órganos de autonomía constitucional y lo que se acumule antes de la aprobación de la Ley de Ingresos y el Presupuesto de Egresos a la que, previsiblemente, tampoco se le moverá una coma.
Falta una sola brazada para llegar a la meta: la reforma electoral anunciada por AMLO, con las modificaciones que le pudiera hacer la presidenta Sheinbaum.
Si se mantiene la idea de desaparecer a los diputados de representación proporcional, quedarán sentadas las bases para el regreso del partido casi-único.
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