Una tarde de octubre en Frankfurt, cuando Elias Canetti (1905-1994) era apenas un adolescente, tuvo ocasión una violenta protesta contra los aumentos de precios que devastaron a Alemania durante la década de los veinte del siglo pasado. En apenas unas horas las masas de Fráncfort, acostumbradas a la quietud, incendiaron varios edificios y rompieron centenas de cristales. No faltó alguna muerte en el choque entre protestantes y policías. Al joven Canetti, el poder destructivo de la muchedumbre le dejó una impresión permanente. Muchos años después, frente al comité del Nobel, el autor había de reconocer que la curiosidad inicial que lo llevó a embarcarse en la escritura de su clásico, el erudito libro de ensayos Masa y poder (1960), surgió de estas impresiones adolescentes.  

A propósito de sus meticulosas —y poéticas— observaciones sobre la psicología de las masas, llama la atención el afán de Canetti por describir el espíritu de conjunto que forman los individuos cuando se unen como muchedumbre. Según las intuiciones del escritor —búlgaro de nacimiento y convertido en súbdito de la corona británica tras su exilio— las masas actúan conforme a las emociones que las dominan. A partir del espíritu que prima en esas emociones —la ira, la vergüenza, el orgullo, la culpa— las masas terminan por comportarse como elementos de la naturaleza que simulan ideas ancestrales de lo masivo.

Escribió Canetti, por ejemplo: “El símbolo de masas de los alemanes era el ejército. Pero el ejército era más que el ejército. Era el bosque en marcha. En ningún país moderno el sentimiento del bosque ha permanecido tan vivo como en Alemania. Lo rígido y paralelo de los bosques erguidos, su espesura y número llenan el corazón de los alemanes de profunda y arcana alegría”. No cabe duda que, en la descripción del ejército alemán como bosque, hay un eficaz símbolo de masa nacional. Queda algo del verde vigor boscoso de esas organizaciones masivas que ejecutaron un Holocausto, motivo por el cual el autor se vio forzado a salir de Austria en el apogeo de la violencia antisemita.

Entrado en el terreno de las metáforas, Canetti supuso que el comportamiento de las masas también podía ser dominado por la euforia de la fiesta. Desafortunadamente, su descripción del espíritu festivo nos recuerda que el autor no fue dado a la parranda. A su sentido de la emoción, móvil de las muchedumbres, le faltó el riguroso desmadre de una celebración mexicana, con su indescifrable fiesta nocturna con olor a pólvora, espiropapa y multitudes en la calle: una emoción que, si aceptamos la premisa del autor de Auto de fe (1935), puede también influenciar el espíritu de la masa. Acaso la falta de una fiesta mexicana en su experiencia vital hizo imposible que el autor, cuyo antepasado fue un judío español apellidado Cañete, pudiera alguna vez imaginarse el espíritu de la masa en México, si es que tal cosa existe. Se trata, en todo caso, de una duda de esas que se alojan detrás de la lengua: ¿hay algún símbolo de la masa que pueda representar a este país?

***

No estoy seguro si Judith Butler (1956-), filósofa política, ha comentado la obra de Elias Canetti. No me extrañaría que, de haberse encontrado alguna vez, hubieran podido identificar más de una coincidencia en sus observaciones sobre los movimientos colectivos. Para ambos, las masas, en tanto cuerpos reunidos, son por sí mismas creadoras de significados políticos, símbolos performativos de expresión en lo público. Tampoco estoy seguro cuál hubiera sido un buen lugar para una hipotética reunión entre Butler y Canetti. No me decido entre Minneapolis, Plaza Tahrir y Ayotzinapa.

A ese respecto, refiere Butler: “A partir de mi limitado punto de observación, quisiera únicamente apuntar que, cuando los cuerpos se congregan en la calle, en una plaza o en otros espacios públicos (virtuales incluidos) están ejercitando un derecho plural y performativo a la aparición, un derecho que afirma e instala el cuerpo en medio del campo político, y que, amparándose en su función expresiva y significante, reclaman para el cuerpo condiciones económicas, sociales y políticas que hagan la vida más digna, más vivible, de manera que esta ya no se vea afectada por las formas de precariedad impuestas”. Los cuerpos unidos como movimiento colectivo ejercen su derecho fundamental a la representación política en la arena pública. A diferencia de para Canetti, para Butler estos movimientos no representan ideas atávicas de lo masivo. Por el contrario, son lo masivo por sí mismo, auto-nombrándose y auto-definiéndose en el espacio público. Su intuición reconoce algo fundamental en los cuerpos que se asocian: una comunidad es más que la suma de sus soledades. 

Algunos de los puntos de cruce entre ambos autores parecen síntomas inequívocos de una continuidad. Tal vez se deba a que los movimientos de masas resultan tan fundamentales para entender lo público ahora, cuando la autora feminista discute sobre las movilizaciones feministas y antirracistas, como lo fueron a mediados del siglo XX cuando Canetti escribía en Londres como refugiado de un régimen nazi que, a sabiendas, fue electo de forma democrática. La necesidad performativa de los cuerpos en el espacio público sigue siendo una necesidad vital para la organización política en un contexto democrático, en la medida que la violencia política del estado sigue basada en la capacidad de decidir cuáles son las vidas prescindibles en cada sociedad. La conformación de colectivos en lo público mantiene la relevancia de esta pregunta, inevitable después de una aparición tan crucial como los textos de Judith Butler: ¿cómo se entiende lo público desde los movimientos colectivos? O, tal vez de forma más precisa, ¿cómo cuentan las masas aquellas historias sobre lo que nos es común a todos?

***

De las lecturas de Canetti y Butler, cuyas ideas sobre la masa muestran que la unión de los cuerpos como colectivos deriva en representaciones políticas, resulta difícil no creer que una de las emociones de masa más comunes en México es la fiesta. No cualquier fiesta. Para convertirse en símbolo de masa, ha de ser una con piñata, poco importa si es de papel o barro, tradicional o novedosa. El motivo de la celebración viene a ser lo de menos. Como se ilustra a continuación, la euforia de la piñata parece haber dejado entre quienes vivimos en este país una marca simbólica permanente acerca de cómo entendemos lo público. 

Entre las primeras memorias de cualquier infancia mexicana sobre las prácticas del comportamiento en grupo, está el ritual de la piñata, que en cualquier rincón y estrato socioeconómico de este país sostiene el mismo orden definido. Se traza un círculo imaginario dictado por el movimiento oscilatorio de la piñata, se turnan las posibilidades de agarrarla a golpes, se canta para marcar el tiempo asignado a cada participante de este inocente ejercicio de violencia. Algunas veces se vendan los ojos antes de la golpiza. Otras no. 

Desde tiempos coloniales, aproximadamente, los asistentes a este ritual de grupo asumen una impostura, que se disuelve frente al colectivo, en cuanto acceden a participar. Nunca faltan, como arquetipos, la morra con hueva, el vato oligofrénico de masculinidad rabiosa por descargar su ira en golpear un objeto, un espectador que nomás llegó a ver qué recoge, las valientes que, con el dejo de una tarea impuesta, levantan el lazo de la piñata para que penda en la espera de una madriza a palos. Provocado por el desgaste de los golpes o alguna fuerza bruta un poco atolondrada, de súbito, la piñata se rompe. El reguero de dulces contenido en la piñata vuela hacia los presentes. Así uno de los espectáculos de la masa en México, como el arte, sucede: comienza el agandalle.  

Quien está más cerca en el momento de la lluvia de dulces, formado en la inminente fila para pegarle a la piñata, en cuanto ve los dulces, se abalanza. Por su posición, monopoliza. Instalado en el suelo, no cede ni un centímetro a quienes llegan a contenderle los dulces. Todos saben que en la piñata no se comparte. De ahí que los demás participantes, en pleno espíritu de competencia, se acerquen reptando por el suelo y, con las limitadas armas que son las manos, disputen los dulces regados. El objetivo es claro: hacerse con la mayor cantidad posible. No falta quienes utilicen herramientas (una chamarra, pantalones con bolsillos amplios) o privilegios (creerse el dueño de la fiesta, por ejemplo) para salir con un botín mayor. El ritual público no termina hasta que cada uno se lleva embolsado el fruto final de su despojo a los otros. Así se celebra aquí.

Como manifestación cultural del espacio público y pedagogía de la vida comunitaria, la piñata da algunos indicios de la imagen que compartimos sobre lo público en este país. Esta venerable tradición, que ojalá permanezca muchos años, muestra alguna disposición del inconsciente colectivo para el comportamiento en masa. En México, país piñata y piñatero, lo público es rebatinga y despojo, juego de suma cero entre el individuo y su comunidad. Lo público acá entre nos se parece en algo a una piñata: gana quien más agandalla.

Miguel Torhton investiga en Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad. Escribe un ensayo sobre xolos.