Entre los mecanismos de control y equilibrio de los poderes figura la posibilidad de recurrir a la Suprema Corte de Justicia de la Nación para revisar la constitucionalidad de una ley aprobada por el Poder Legislativo o de un acto o decreto emitido por el Poder Ejecutivo.
Ha dicho el propio presidente que a través de amparos y otros recursos jurídicos quieren frenar el cambio y la transformación. Se equivoca. Acudir a la SCJN es parte de la normalidad democrática y no un intento por desestabilizar o descarrilar a un gobierno.
Lo que sí es sorprendente, como se ha registrado en estas mismas páginas, es la cantidad y variedad de controversias constitucionales, acciones de inconstitucionalidad y amparos que han suscitado las leyes aprobadas por la mayoría morenista en el Congreso y los decretos del Ejecutivo.
Del lado cuantitativo se encuentran 10 acciones de inconstitucionalidad y 15 controversias constitucionales. Los amparos de individuos y asociaciones se cuentan, literalmente por miles.
Los números son sorprendentes y pueden ser indicio de que algo no marcha bien pero, por sí mismos, no revelan necesariamente un rompimiento del orden jurídico. La judicialización de normas constitucionales, leyes y órdenes del Ejecutivo podrían responder, por ejemplo, a la afectación no de derechos sino de privilegios. Por eso hace falta un análisis de los temas que los temas en litigio y de los litigantes. ¿Quiénes están interponiendo acciones ante la Corte y sobre qué asuntos?
El presidente López Obrador ha afirmado una y otra vez que su proyecto de transformación quedará tan firmemente establecido en el orden jurídico -particularmente en la Constitución, pero no sólo en ella- que será difícil que los conservadores lo reviertan una vez que él deje el poder. La afirmación denota arrogancia, pero tiene un dejo de verdad. Las democracias están diseñadas para dificultar el cambio constitucional a través de los contrapesos y cada vez es más difícil que un solo partido o una coalición duradera y disciplinada tenga la mayoría necesaria para cambiar la Constitución sin antes negociar con al menos parte de la representación política de oposición. Ésta ha sido precisamente la ventaja y la apuesta de López Obrador. Está consciente que en las elecciones venideras, aún cuando pierda la mayoría, difícilmente un solo partido la obtendrá. Pero, en su soberbia, pierde de vista que es precisamente en la era de los gobiernos sin mayoría (1997- 2018) cuando más reformas constitucionales ha habido en el país.
Es por eso que, en la medida de lo posible, ha querido anclar las cuatro principales banderas con las que llegó al poder en la Constitución y las leyes: un gobierno austero, el fin de la corrupción y la impunidad, acabar con la inseguridad y terminar con la desigualdad. Cuando no ha podido hacerlo por esta vía, ha recurrido a los acuerdos y decretos.
Los cuatro ejes están reflejados en cambios constitucionales y legales que se están litigando en la Corte no porque haya un desacuerdo con los propósitos buscados sino por la manera en que pretende alcanzarlos.
El problema es cómo se consiguen los objetivos buscados: ¿violando la Constitución y las leyes o dentro del Estado de derecho consustancial a la democracia? Va un ejemplo. En campaña, Jaime Rodríguez “El Bronco” que coincidía con AMLO en que el peor problema de México era la corrupción dijo que había que “cortar las manos a corruptos y delincuentes” y remató diciendo “Es una iniciativa seria … nos tenemos que atrever quienes queremos gobernar este país y resolver los problemas de tajo, de raíz”. De haber prosperado y haberse convertido en ley, habría sido violatoria de la Constitución y claramente atentatoria de los derechos fundamentales. Más de un actor facultado para ello la habría controvertido.
El ejemplo es extremo pero las reformas fundamentales que apuntalan los cuatro ejes del “proyecto transformador” caen en una de tres categorías: quebrantamiento de la Constitución, violación a los derechos fundamentales o invasión de competencias y abuso de facultades.
En el eje de la austeridad, la Ley de Remuneraciones del Sector Público y el Presupuesto de Egresos han sido objeto tanto de acciones de inconstitucionalidad como de controversias constitucionales. En el primer caso por la ausencia de parámetros objetivos para la determinación del salario del presidente, así como de las remuneraciones de los servidores públicos, y por la prohibición de que un funcionario de alto nivel no pueda trabajar en el sector privado sino 10 años después de dejar la administración pública. En el segundo caso, porque los sueldos de los integrantes de los organismos de autonomía constitucional deben fijarlos ellos mismos de acuerdo a lo que estipula la Constitución.
A estos litigios centrales, habría que agregar las circulares y acuerdos mediante los cuales se disminuyen los sueldos de los altos funcionarios públicos y se eliminan los aguinaldos desde el cargo de subdirectores hasta el de presidente de la República -la reducción de salarios es inconstitucional y la voluntaria no existe- y se reduce en 75% en materiales y suministros y en servicios generales a partir de abril de este año. Más allá de la violación a derechos como el de dedicarse al trabajo lícito que cada individuo elija, a la arbitrariedad contenida en la Ley y a la inobservancia del artículo 127 constitucional que permite establecer sueldos mayores al del presidente de la República a los órganos autónomos, las reducciones presupuestales -que no son más que la reasignación unilateral del presupuesto- violan la división de poderes pues es a la Cámara de Diputados a quien corresponde la determinación del gasto.
En el eje de la seguridad, prácticamente todas las leyes y acuerdos emitidos en la administración están en litigio ante la SCJN: las leyes de Extinción de Dominio, Guardia nacional, Uso de la Fuerza Pública, Registro de Detenciones y Sistema Nacional de Seguridad Pública. En contra de estos ordenamientos se alegan omisiones, violaciones a derechos fundamentales entre los que figura la presunción de inocencia, discrecionalidad, opacidad, desproporcionalidad y ambigüedad. Destaca el último Acuerdo mediante el cual el presidente López Obrador dispuso del uso de la fuerza armada permanente para tareas de seguridad pública cuestión que, además de no estar fundada y motivada también viola la división de poderes pues no atiende la reserva de ley establecida en la reforma.
En el eje de la corrupción, donde hay poco que mostrar en términos de políticas públicas efectivas para su disminución, la medida legal más importante ha sido la de equiparar los delitos fiscales a la delincuencia organizada. La CNDH -cuando su titular era todavía Raúl González Pérez- interpuso una acción de inconstitucionalidad por las reformas a la Ley de Seguridad Nacional, al Código de Procedimientos Penales y al Código Fiscal de la Federación por estimar que se conculcaban los derechos a la seguridad jurídica, a la libertad personal, a la libertad de tránsito y al debido proceso, así como los principios de presunción de inocencia, de legalidad en su vertiente de taxatividad, principio de mínima intervención en materia penal y de excepcionalidad de la prisión preventiva oficiosa.
Finalmente, en el eje del combate a la desigualdad que equivocada y neoliberalmente se ha centrado en la ampliación del presupuesto a programas sociales, el pago en efectivo y la supuesta entrega de los mismos sin intermediarios, se han interpuesto diversas acciones y controversias por establecer la figura de los superdelegados que, se argumenta, atenta contra la autonomía de las entidades federativas, por las reducciones presupuestales, por la Ley General de Educación y contra los Lineamientos Generales para la Coordinación e Implementación de los Programas Integrales para el Desarrollo.
A estas acciones y controversias es necesario añadir los amparos por violaciones a derechos individuales (Aeropuerto de Santa Lucía), por no observar los requisitos en los nombramientos o propuestas para ocupar cargos en los que interviene el Presidente (CNDH, PRODECON, CRE), por la desaparición de partidas presupuestales (Estancias Infantiles), por incumplimiento de contratos (Pemex y CFE), en contra de la concentración del mercado de energías limpias en la SENER o más de dos mil juicios de amparo promovidos por ciudadanos en contra de la Ley Nacional de Extinción de Dominio, entre muchos otros. La mayoría de estos no llegarán a la Corte, pero se derivan de las reformas constitucionales, legales y acuerdos emitidos por el Ejecutivo.
Sin prejuzgar sobre lo que sólo a la Corte le toca resolver, es importante señalar dos cuestiones. Primero, todos -amparos, acciones y controversias- versan sobre el alcance de las competencias estatales y municipales, los derechos fundamentales y las facultades del Ejecutivo incluida la facultad presupuestal. Todos apuntan al rompimiento del orden jurídico que incluye la Constitución, los tratados internacionales y la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Segundo, prácticamente todos los sujetos autorizados para interponer estos recursos han hecho uso de su facultad como promoventes. En el caso de las acciones de inconstitucionalidad que se interponen contra cualquier ley o norma de carácter general que sea contraria a la Constitución: diputados, senadores, legislaturas locales, partidos políticos (para el caso de leyes electorales), la CNDH y el INAI. El único actor autorizado -además del presidente- que no ha interpuesto una acción, a pesar de su autonomía, es el Fiscal General de la República. En el caso de las controversias constitucionales, promovidas contra actos de alguna autoridad que invada la competencia de otra autoridad, también figuran todas las entidades facultadas para ello: estados, municipios, Congreso y órganos constitucionales autónomos.
No pareciera que estamos, como en muchas áreas de política pública, frente a lo que podría llamarse la ineptitud gubernamental. En este caso una ineptitud legal. Encuentro algo más grave que la falta de pericia legal. Encuentro un franco desafío al Estado de derecho, una convicción de que el fin justifica los medios, de que, como ha repetido una y otra vez López Obrador, entre la ley y la justicia hay que optar por esta última y que esta última la define él. Encuentro, también, un empeño excesivo por “legalizar el hiperpresidencialismo” característico de la larga era del partido casi-único que por tanto tiempo combatió la oposición y que ahora, una vez en el poder, quiere restaurar.
Son muchos los asuntos de trascendencia para el gobierno de López Obrador, pero sobre todo para la nación, que tendrá que resolver la Corte. Con cada vez menos contrapesos, con la insistencia en mermar, debilitar o desaparecer a los órganos de autonomía constitucional, con el desprecio manifiesto a las instituciones y sin una ley que delimite la facultad reglamentaria del presidente la única defensa que queda a los ciudadanos y a la democracia es, precisamente, la Corte.
Los pronunciamientos de la Suprema Corte de Justicia serán claves para el futuro no sólo del gobierno de López Obrador que tiene un límite temporal, sino sobre el Estado de derecho y la democracia que son transexenales. Son claves para precisar el alcance de los poderes de la federación, de los órdenes de gobierno y de los órganos de autonomía constitucional. Por eso su resolución tiene un sentido de urgencia.
Sin embargo, de las 25 acciones de inconstitucionalidad y controversias constitucionales solamente cinco se han atendido. Dos fueron resueltas y tres sobreseídas por improcedentes o por haberse quedado sin materia. El resto siguen en la sala de espera. La primera de ellas fue promovida hace 19 meses, el 27 de diciembre de 2018, y las dos últimas en junio de 2020. Esto significa que, hasta el momento, estos litigios llevan, en promedio, más de 11 meses sin ser resueltos con la consecuente dosis de incertidumbre que ello genera.
Sergio López Ayllón y Pedro Salazar entre otros juristas han insistido con razón en que la emergencia no suspende los controles legislativos y judiciales. Según la propia Constitución, estos deben operar incluso, “cuando se declara la restricción o suspensión del ejercicio de los derechos y sus garantías” (Democracia en Vilo y la Constitución También, El Universal 20/04/20). A diferencia de México, en la gran mayoría de los países estos órganos de control siguen funcionando.
Está claro que la Corte tiene un papel político -que no partidario- que jugar. Es el poder de última instancia y sus decisiones son inapelables. Sus tiempos no pueden ser impuestos por la política pero el proceso electoral, aunque todavía no formalmente, ya está en marcha. Sería conveniente que estos litigios quedaran resueltos antes de que la política electoral acapare toda la atención pública. Nadie sabe como quedará constituida la próxima legislatura en la Cámara de Diputados, pero todos sabemos que la polarización seguirá avanzando.
A la Suprema Corte y sólo a ella le corresponde decidir si los cambios legales y los decretos emitidos por el Poder Ejecutivo que se han acumulado en estos 20 meses de gobierno tienen o no cabida en la Constitución.