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Brutalidad policial en México, fenómeno de impunidad sin límite

Entre 2015 y 2020, se presentaron casi 34 mil denuncias contra policías, militares y marinos por brutalidad policial. Sin embargo, solo uno de cada 200 casos llegó a una sentencia condenatoria.

Si policías o militares asesinan a una persona en México, las probabilidades de que sean procesados y sancionados son casi nulas. Lo mismo sucede cuando torturan, desaparecen, lesionan o abusan de su fuerza contra la población civil. 

De acuerdo con 3862 respuestas a solicitudes de información tramitadas mediante mecanismos de transparencia ante autoridades federales y estatales, de 2015 a 2020 se denunciaron en el país al menos 33 750 delitos relacionados con brutalidad policial; de estos, solo 373 fueron judicializados y 172 concluyeron en una sentencia condenatoria. El índice de impunidad es de 99.5% para los ilícitos cometidos por parte de policías o integrantes de las Fuerzas Armadas.

El universo de agresiones es, sin embargo, mucho mayor. Al solicitar información a la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) y sus homólogas estatales, estas respondieron que, ante sus ventanillas, se tramitaron 54 248 quejas contra instituciones de seguridad pública, elementos del Ejército o de la Marina por motivo de brutalidad contra civiles. 

Estos resultados fueron presentados en el reporte Policía mexicana: brutalidad sin límite, un proyecto elaborado por la Unidad de Investigación de la Organización Nacional Anticorrupción (ONEA) México que fue seleccionado en el Programa Piloto de Apoyo al Periodismo en México 2021, organizado por la UNESCO y publicado en Milenio Diario.

La investigación, realizada en el transcurso de más de un año, comprendió la solicitud, análisis y captura de decenas de miles de datos, así como la recolección de testimonios a través de tres reportajes que permitieron visibilizar la sistematización de malas prácticas en las instituciones encargadas de la seguridad pública en el país.

La falta de sanción para los responsables y de reparación del daño fue un común denominador tanto en las historias que formaron parte del proyecto periodístico, como en el resto de la información recopilada. 

Una muestra de esta impunidad es la intervención de la policía municipal de Cancún, Quintana Roo, en una protesta feminista el 9 de noviembre de 2020. Al menos setenta elementos agredieron a golpes y balazos a decenas de mujeres que exigían justicia por el asesinato de Bianca Alejandra, una estudiante de preparatoria. A más de un año de estos hechos, y a pesar de que se ordenó la aprehensión de algunos mandos y agentes que cometieron los abusos, ninguna persona ha sido presentada ante la autoridad. Las integrantes del Comité de Víctimas 9N —surgido tras la represión policiaca—califican su experiencia ante las instituciones encargadas de procuración de justicia como un proceso plagado de simulación e inconsistencias.

La revisión de otras historias comprobó que los actos de brutalidad no solo son ejercidos por elementos operativos, sino que también los altos funcionarios de las instituciones policiales cometen agresiones de manera directa. Es el caso de José Óscar Sánchez Tirado, exdirector general de penales en Veracruz durante el sexenio de Javier Duarte (2010-2016), quien enfrenta diversos procesos legales, imputado de cometer desapariciones forzadas y ejecuciones extrajudiciales cuando ejercía su cargo público.   

El asesinato de Carlos Bautista López, cometido en septiembre de 2015, se le atribuye a Sánchez Tirado, quien permanece preso en el Penal de Pacho Viejo, Veracruz. María de Jesús, madre de Carlos, compartió con el equipo de investigación que la audiencia para desahogar las pruebas se dilató más de un año para su realización. Además, policías que fueron identificados como cómplices del exdirector en la sustracción y muerte de Carlos fueron puestos en libertad. La madre de la víctima asegura que la autoridad le ha negado información sobre la carpeta de investigación abierta por el asesinato de su hijo; además, señala omisiones y complicidad por parte de los juzgadores y teme represalias por seguir exigiendo justicia. 


En Jalisco, un policía de la Fuerza Única y su acompañante le quitaron la vida a Gabriel, un taxista que, tras exigir el pago de un viaje, recibió dos disparos. Miguel Rentería, el agente responsable del asesinato, recibió una condena de cincuenta años de prisión; Javier Carretero, un expolicía de las misma corporación y cómplice, fue sentenciado a treinta años. Pese a que ambos fueron sancionados, a casi siete años de ocurrido el hecho, la familia de Gabriel aún no ha sido indemnizada por parte del Estado mexicano bajo la figura de responsabilidad patrimonial.

El desorden en los archivos

Uno de los desafíos más importantes de la investigación fue enfrentar el desaseo de los archivos y bases de datos dentro de las instituciones encargadas de procuración de justicia, así como la negativa en algunos casos para responder lo solicitado.

Por ejemplo, de 2015 a 2020 se abrieron 5 456 carpetas de investigación por tortura en la que elementos de seguridad estatal o federal aparecían como imputados. A pesar de que por este delito se tramitó una solicitud de información a cada fiscalía de las 32 entidades de la República, solo dieciséis mostraron sus registros, entre las que se encuentran Baja California, Coahuila, Jalisco y Oaxaca.  

En contraste, hubo fiscalías que respondieron con datos en los que no fue posible determinar si los abusos fueron cometidos por policías locales o fuerzas federales; otras no respondieron la petición, aseguraron no contar con la información o decidieron reservarla durante cinco años.

Los ministerios públicos de Veracruz y Tamaulipas son una muestra de la opacidad en los estados para conocer de manera certera cuántos casos de brutalidad policial ocurrieron en los últimos años. Vía Ley de Transparencia, solicitamos que la Fiscalía veracruzana y tamaulipeca indicaran el número total de carpetas de investigación por el delito de tortura de 2015 a 2020 y, de esa cifra, señalaran en cuántas se imputó a elementos operativos de seguridad pública o de las Fuerzas Armadas, especificando el nivel de gobierno y adscripción de los servidores públicos. En respuesta, la Fiscalía de Veracruz —que dirige Verónica Hernández Giadáns— argumentó que “no es posible proporcionar la información requerida, toda vez que con esa divulgación se pone en riesgo la etapa de integración de las indagatorias” y catalogó las cifras como reservadas.

De igual forma, la Fiscalía General de Justicia de Tamaulipas —cuyo titular es Irving Barrios Mujica— decidió ocultar los datos durante cinco años por considerar que había suficientes razones para su clasificación, pese a que las solicitudes se enfocaron en transparentar números y estadísticas, mas no elementos de prueba o datos personales que afectaran el curso de las investigaciones.  

La falta de registros adecuados y homologados por parte de fiscalías y poderes judiciales dificultan gravemente el conocimiento y socialización de la incidencia real de la brutalidad policial en México. Estos hallazgos  evidencian las deficiencias del sistema de procuración de justicia nacional.

Además de esas deficiencias en la rendición de cuentas, existe una especial preocupación por las instituciones que respondieron tener una “ausencia de información” —como ocurrió, entre otras, con las fiscalías de Chiapas y Aguascalientes— pues, de acuerdo con el Aartículo 90 del Código Nacional de Procedimientos Penales, los ministerios públicos deben registrar la dependencia de trabajo de aquellas personas que se desempeñan en el servicio público.

A los factores que propician la violencia e inseguridad de la población mexicana hay que sumar uno más: la que ejercen los propios agentes encargados de combatirla y que se castiga en uno de cada doscientos  casos. No se puede dejar de lado que la principal encomienda para esos servidores públicos es la de proteger y no la de ofender.


Eduardo Buendía y Tamara Gidi fueron integrantes de la Unidad de Investigación de ONEA México.

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