La llegada de un nuevo gobierno suele implicar cambios en la administración pública, tanto en su estructura y funciones, como en las condiciones del empleo público. Sin embargo, la presidencia de Andrés Manuel López Obrador marcó una ruptura particularmente significativa con la trayectoria previa de reformas administrativas en México. En lugar de fortalecer el ya frágil servicio profesional de carrera y mejorar las condiciones de trabajo de las personas funcionarias públicas federales, su gobierno priorizó otros objetivos.
Esta decisión tuvo un impacto inmediato y profundo en la burocracia federal: despidos masivos disfrazados de renuncias, marginación de las estructuras administrativas tradicionales, transferencia de funciones clave a organizaciones alternativas y a las fuerzas armadas, así como el deterioro de las condiciones laborales de miles de servidores públicos.
¿Cuál es la lógica de estos cambios y por qué es fundamental entender sus implicaciones?
El fin de la profesionalización
Desde la transición democrática e incluso antes, en los últimos años del régimen priista, los gobiernos mexicanos impulsaron diferentes reformas para modernizar el empleo público y profesionalizar la administración federal. Aunque con énfasis distintos y resultados mixtos, estas iniciativas compartían una convicción central: la administración pública debía ser el principal instrumento del Estado mexicano para atender los problemas públicos y, por ello, su modernización era una prioridad.
Uno de los pilares de estos esfuerzos fue la creación de un servicio civil de carrera que garantizara estabilidad en el empleo federal. Uno de los aspectos centrales de este servicio civil era la igualdad de oportunidades en el acceso y permanencia en el servicio público, basado en el mérito y no en la lealtad a liderazgos, partidos o movimientos políticos.
La alternancia democrática del año 2000 brindó una oportunidad única para consolidar esta visión. Las principales fuerzas políticas coincidieron en que un servicio civil de carrera reduciría la captura de la administración pública por parte de un solo partido y la fortalecería como un aparato técnico al servicio del Estado y no un grupo político. Aunque con limitaciones, este consenso representó un hito en la historia administrativa del país.
Sin embargo, las expectativas fueron demasiado optimistas. Las reformas pronto enfrentaron obstáculos como la persistencia del patronazgo —es decir, el otorgamiento de un puesto en el gobierno a cambio de apoyo político—, la manipulación y simulación de los procesos para obtener un cargo público, además de la falta de incentivos para el desarrollo profesional de quienes ya lo tenían. El gobierno de Felipe Calderón (2006-2012) fue el primero en socavar la lógica de la profesionalización al buscar controlar los puestos de la burocracia federal y los beneficios asociados a ellos.
Lejos de corregir estas deficiencias, el gobierno de López Obrador aceleró el desmantelamiento del sistema de carrera y el abandono de las iniciativas de modernización. Entre 2018 y 2024, la cantidad de plazas sujetas a concurso se redujo drásticamente, aumentó el número de procesos desiertos o cancelados, los nombramientos temporales fueron utilizados de forma abusiva y miles de servidores públicos de carrera fueron despedidos.
Paraburocracia, militarización y austeridad
El modelo de gestión adoptado por la administración obradorista no sólo debilitó la burocracia de carrera, sino que la sustituyó parcialmente con estructuras alternas. Un ejemplo clave es la creación de cuerpos administrativos paralelos o “paraburocráticos”, como los Servidores de la Nación, un grupo de más de 19,000 funcionarios encargados de asistir en la implementación de programas sociales con una conexión directa con el presidente.
Lejos de fortalecer una burocracia profesional e imparcial, estos cuerpos desplazaron a segmentos de servidores públicos, quienes tenían mayor experiencia y conocimiento técnico. Además, han sido señalados por utilizar criterios clientelares en la asignación de programas y por las precarias condiciones laborales de sus integrantes. En lugar de consolidar un aparato administrativo basado en el mérito, el gobierno fomentó una administración pública improvisada, dominada por la lealtad política y la discrecionalidad.
Otra tendencia preocupante ha sido la transferencia de funciones clave del gobierno civil a las fuerzas armadas. Durante la administración de López Obrador, la Secretaría de la Defensa Nacional y la de Marina asumieron responsabilidades que van desde la construcción de infraestructura hasta la administración de aduanas y aeropuertos. Esta militarización de la gestión pública además de que desplazó a funcionarios civiles con conocimientos técnicos y experiencia, también aumentó el riesgo de opacidad y falta de rendición de cuentas en sectores estratégicos.
El gobierno justificó muchas de estas reformas bajo la bandera de la “austeridad republicana”; argumentó la necesidad de eliminar gastos excesivos y mejorar la eficiencia. Sin embargo, lejos de generar un gasto público más racional o más acotado, esta política resultó en un déficit fiscal histórico al final del sexenio y en una redistribución de recursos hacia programas y megaproyectos prioritarios para el presidente, sin una mejora clara en la eficiencia administrativa. En contrapartida, el recorte de plazas, la eliminación de beneficios como seguros médicos y la pérdida de poder adquisitivo de los salarios deterioraron las condiciones laborales de miles de servidores públicos.
El resultado es una burocracia debilitada, con menos incentivos para atraer y retener talento. La idea de que los funcionarios deben vivir en la “honrada medianía” ha servido como justificación para hacer recortes y ajustes arbitrarios, sin considerar el impacto que tienen en la capacidad institucional del Estado.
El desdén por la administración
Los cambios en la administración y en las condiciones del empleo públicos impulsados desde 2018 responden a una visión que desconfía profundamente de la burocracia y sus funcionarios. Para López Obrador —y presumiblemente una parte importante del obradorismo— la administración pública es una estructura onerosa e ineficaz, cuya intermediación obstaculiza la solución de los problemas sociales y, por tanto, es prescindible.
Bajo esta lógica, las reformas administrativas cobran un sentido particular: la creación de estructuras paralelas como los Servidores de la Nación reduce la dependencia e intermediación de la burocracia tradicional; la militarización de funciones busca agilizar la ejecución de proyectos sin pasar por los molestos filtros y controles de la administración civil; y la austeridad se presenta como una justificación para desarmar áreas que se piensan innecesarias y redireccionar recursos hacia proyectos prioritarios o políticamente convenientes.
En este contexto, el sexenio de López Obrador significó un retorno acelerado a un modelo de gestión pública basado en el control político de la burocracia, donde la lealtad y la honestidad declarada priman sobre la experiencia, la capacidad y el mérito probados. Como consecuencia, los esfuerzos por profesionalizar la administración pública fueron revertidos o abandonados. Aunque la profesionalización sigue siendo una obligación legal, en la práctica ha desaparecido de la agenda gubernamental, desplazada por una lógica de discrecionalidad y subordinación política.
Si bien es difícil encontrar datos específicos que permitan medir el apoyo social a estas reformas administrativas, el alto nivel de aprobación de López Obrador y la continuidad de su proyecto con la elección de Claudia Sheinbaum en 2024 sugieren que estas transformaciones no tuvieron un peso importante en la opinión pública. Esto podría explicarse por un desdén generalizado por parte de la sociedad mexicana hacia la administración pública, un sentimiento que el obradorismo ha sabido capitalizar con éxito, al reforzar la idea de que el gobierno funciona mejor sin administración y sin burócratas.
Un dilema hacia el futuro
A principios de los años noventa, la politóloga Barbara Geddes formuló el “dilema del político”, un concepto clave para entender las tensiones de la reforma administrativa. Según Geddes, los líderes en países como México enfrentan dos objetivos en competencia: por un lado, podrían construir una administración pública eficiente y profesional, que permita la atención de los problemas públicos y la garantía de derechos; por el otro, pueden mantener el control político sobre la burocracia, asegurando la lealtad y continuidad de su proyecto.
Desde esta perspectiva, proyectos como el servicio civil de carrera suelen verse como un obstáculo para el ejercicio del poder, ya que restringen la discrecionalidad en los nombramientos de funcionarios públicos y reducen la influencia de los políticos sobre la burocracia. En contraste, un sistema basado en el patronazgo político permite garantizar lealtad, aunque generalmente a costa de la eficiencia y la capacidad técnica del aparato administrativo.
Durante su gobierno, López Obrador resolvió este dilema privilegiando la lealtad sobre la profesionalización. Si bien la burocracia mexicana tenía muchas deficiencias antes de 2018, el desmantelamiento acelerado del servicio civil de carrera y el regreso a un modelo clientelar difícilmente contribuyen a mejorar esta situación. Por el contrario, este viraje ha generado nuevas dinámicas de exclusión y discrecionalidad que serán difíciles de revertir en el futuro próximo.
El saldo de estos cambios parece ser una burocracia menos profesional, con menor capacidad de gestión y más vulnerable a la corrupción y la captura. Las consecuencias no solo afectarán la capacidad del Estado mexicano para atender los problemas públicos, sino que, irónicamente, también podrían comprometer la viabilidad a largo plazo de políticas clave para el obradorismo.
En última instancia, la ciudadanía enfrenta un dilema espejo al de los políticos: aceptar la captura y el debilitamiento de la administración pública, con sus costos sociales a corto y largo plazo, o exigir cuentas a quienes promovieron estas reformas. La evidencia es clara: un buen gobierno no se construye solo reduciendo costos y mucho menos subordinando la administración pública a intereses sectarios. La ruta más eficaz pasa por garantizar que los servidores públicos sean seleccionados por su competencia, estén capacitados y cuenten con condiciones laborales que fomenten su profesionalismo. Sin estos elementos, la burocracia pública seguirá padeciendo los mismos males que tanto se le han criticado y que, dicho sea de paso, contribuyeron al fracaso del régimen de la alternancia.
Este texto se basa principalmente en el estudio de María del Carmen Pardo y Fernando Nieto, “El regreso a la lealtad: Panorama del empleo público federal en el obradorismo”, Foro Internacional, 2024.
Sobre el autor:
Fernando Nieto Morales
Profesor de administración pública en El Colegio de México, donde también dirige la Maestría en Ciencia Política y el Programa Interdisciplinario de Ciencia de Datos.