El propósito de esta breve nota es hacer un somero análisis de cómo surgen y para qué sirven los llamados Órganos Constitucionales Autónomos, los OCAs, de cara a la descalificación que el presidente López Obrador ha hecho, y sigue haciendo, sobre ellos. La propuesta presidencial para eliminarlos no considera ningún tipo de valoración de sus contribuciones y, menos aún, un claro diagnóstico de su desempeño; así lo ha hecho antes con programas, fideicomisos e iniciativas ciudadanas.
México no fue ajeno a cambios importantes que se registraron en las últimas décadas para acotar y establecer límites para que los Estados y los gobiernos dejaran de intervenir en el terreno económico y dejaran también de servir como agentes centrales del desarrollo. Esto repercutió de manera muy directa en estrategias de redimensionamiento del Estado. Los cambios ocurrieron en muchos países; exigieron nuevas formas de relación entre distintos actores para que los gobiernos pudieran enviar señales de certidumbre y alentar la inversión, así como para que los recursos y las ganancias estuvieran salvaguardados, mediante políticas económicas y de regulación sustentadas en principios de lógica económica y no política (Majone, 1999; citado por Dussauge, 2008: 1-24).
Las reformas pusieron en marcha recursos y mecanismos para favorecer el equilibrio macroeconómico y la regulación de los mercados. Pero también para que se asumieran tareas esenciales sin la subordinación a los mandatos políticos de los gobiernos en turno en materias sensibles, como la electoral o la conducción de políticas como la educativa, con el propósito no sólo de asegurar la competencia y la inversión, sino las libertades y derechos de los ciudadanos.
En esa lógica, surgen los organismos constitucionales autónomos (OCAs). Sustentada en la idea de que servirían para mejorar el desempeño del gobierno al tener, entre otras características que los distinguen, una operación que requeriría de un conocimiento técnico y especializado, y el no depender de las directrices de los órganos centrales. La propuesta que hace el presidente en el sentido de suponer que duplican tareas y que, por ello, son prescindibles, no se sostiene a la luz de las competencias que les fueron atribuidas. Sus atribuciones son de distinta naturaleza, fundamentalmente porque requieren de competencias técnicas especializadas que no eran asumidas por los órganos centrales.
Por lo anterior, es importante tratar de entender su aparición en un sentido positivo, como lo plantea Mauricio Dussauge, y no como resultado de una idea preconcebida, como la que tiene el presidente sin suficiente evidencia, de que son entes maléficos que aparecieron para restarle casi de manera intencional poder y capacidades al ámbito ejecutivo de gobierno y, menos aún, servir como alcahuetes de intereses obscuros. Se les atribuyeron importantes funciones de regulación y vigilancia. En palabras de José Roldán Xopa, estas funciones les confirieron distintos “tratamientos constitucionales” atendiendo a consideraciones que se vinculan con competencias técnicas, además de responder a distintos momentos de cambio en el contexto más amplio del sistema político mexicano. Estas agencias se pensaron para atender y regular sectores específicos que se vincularan con actividades económicas, o también para proteger a los consumidores de las asimetrías de información y los riesgos del mercado, como el IFT y la COFECE.
El surgimiento de estos organismos también se puede relacionar con el hecho de que existía una buena dosis de desconfianza respecto a la capacidad del gobierno para regular actores y que estos hicieran valer sus intereses por encima del interés general. Esto obligaría a fortalecer la capacidad reguladora del Estado para impedir la captura de estos órganos por distintos actores. Esta situación, por ejemplo, aparecería en el terreno de las telecomunicaciones, en el que los actores privados poseen poder económico e influencia; o, en el caso de la evaluación en el sector de la educación, en el que habría que conciliar mejor los intereses del órgano central, la Secretaría de Educación Pública (SEP), el sindicato y organismos de la sociedad civil.
Por ello, desde su origen se dotó a estos organismos autonomía técnica y operativa, adquiriendo algunos de ellos en sus primeras versiones la figura jurídica de órganos desconcentrados o descentralizados. El caso mexicano tampoco es una excepción; en el mundo entero estos cambios se vinculan a “la necesidad de contar con administraciones especializadas y distanciadas de la política partidaria”. José Roldan Xopa señala que el surgimiento de “las agencias de data más reciente está sustentado en la teoría de la regulación y en el impulso del modelo de agencias reguladoras autónomas promovidas desde organismos como la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) y el Banco Mundial (BM)”. La aparición de estos órganos fue gradual y, en algunos casos, acompañada de leyes que también fueron gradualmente reformadas. Estos cambios graduales fueron enmarcando sus atribuciones hasta llegar, en algunos casos, a consignarlas constitucionalmente. Este desarrollo ha estado marcado por la complejidad de las tareas que estos organismos tuvieron que asumir.
Algunos de estos organismos comparten la característica de haber adquirido su autonomía en una suerte de tránsito; pasaron de ser órganos desconcentrados o descentralizados a adquirir el carácter de autónomos debido, al menos, a dos razones. La primera, muy importante, fue el hecho de que sus responsabilidades se enmarcaran en una lógica de complejidad técnica que, sin duda, exigía una operación de carácter especializado y de toma de decisiones con conocimiento experto. La segunda tiene que ver con la legitimidad que se requería en muchas de estas decisiones; debían tomarse al margen de presiones políticas, tanto del gobierno en turno como de partidos, pero también de grupos sociales con claros intereses en las distintas materias responsabilidad de esos órganos. Esa “neutralización” —utilizando el concepto de Carlos Matute— significa en los hechos que llevan a cabo tareas que requieren que no exista una relación de subordinación entre poderes o agentes. Sin embargo, también señala que la autonomía no puede traducirse en libertad para hacer lo que se quiera, sino libertad para hacer lo que los ordenamientos jurídicos imponen a estos órganos. La crítica que hace el presidente debería estar fundada en qué tanto estos órganos están o no cumpliendo con este supuesto.
Los OCAs son agencias que desarrollan sus atribuciones en ámbitos específicos muy diversos de la administración pública; no todos llevan a cabo atribuciones que asumía de forma directa el Ejecutivo, situación que en la crítica presidencial no aparece de manera clara. Lo importante para la sociedad es poder medir el grado de cumplimiento de sus responsabilidades. Algunos OCAs sí son una nueva figura jurídica para el desempeño de nuevas o ampliadas facultades gubernamentales; de ahí que su creación podría representar un conjunto de instituciones nuevas con mayor capacidad para integrar los cambios de la realidad político-administrativa. No obstante, si estos recursos institucionales no estuvieran siendo garantía de la existencia de mejores capacidades administrativas y organizacionales y de mejores desempeños, entonces se debe proceder a una cabal valoración para decidir su permanencia.
Es falso que los OCAs no estén sujetos a mecanismos de control, aunque estos también puedan ser de naturaleza distinta a los tradicionales. Los controles legislativos se hacen más relevantes. La crítica del presidente radica en que sus instrumentos de verificación y rendición de cuentas a cargo del Ejecutivo se ven disminuidos en comparación con los que ejerce sobre el resto de la administración central. Su condición autonómica erradica esos mecanismos de control tradicionales resultado de la relación jerárquica; sin embargo, no puede sostenerse que no existen. Se les señala que carecen de controles internos, situación que al menos es discutible, porque sí tienen órganos de control interno. Por otra parte, estos organismos desarrollan valores administrativos como el mérito, la expertise, la especialización y la profesionalización a través de esquemas como los servicios de carrera.
Si bien la autonomía no necesariamente se traduce en mejores prácticas administrativas, lo que estos organismos requieren, a partir de un acercamiento de su funcionamiento, son mejoras organizacionales internas. Los cambios no quedan debidamente establecidos sólo a partir de modificaciones en el estatus jurídico; son procesos graduales e incrementales en los que se van desarrollando experiencias y aprendizajes organizacionales. La ampliación y complejidad de sus facultades representa un reto de gestión por las nuevas tareas que deben integrar a su estructura: deben cambiarse en paralelo procesos y culturas organizacionales internas, puesto que en muchos casos se comportan de manera inercial e inhiben incluir la innovación necesaria para enfrentar los nuevos desafíos
Para concluir en abono sobre la disyuntiva de autonomía contra capacidad organizacional y eficacia, es pertinente señalar que, en la evolución de la organización administrativa tradicional, se registran formas distintas de encarar funciones públicas. Bajo la lógica de autonomización, y en un sentido negativo hasta de “despresidencialización”, aparecen estos órganos con un nuevo estatus jurídico para ejercer diversas funciones públicas con una identidad orgánica propia y legitimidad; esto, de suyo, puede significar un avance. El retroceso, como el que se plantea en la crítica presidencial, sólo se sostendría, de nueva cuenta, mediante una cabal valoración de los resultados obtenidos por estos organismos. Es necesario asumir la posibilidad de mejora por parte de los organismos autónomos en lugar de un juicio sumario unilateral que lleve a su desaparición.
Una versión más completa sobre el tema fue publicada por la Revista Buen Gobierno, 2016
María del Carmen Pardo. Es doctora en Historia y profesora investigadora del CIDE.