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Brevísima relación de la destrucción del Poder Judicial

Crónica de cómo vivió una funcionaria de la Suprema Corte la reforma judicial y su proceso de aprobación e impugnación desde adentro.

Escribo esta crónica con mis ilusiones deshechas. El martes 5 de noviembre, perdimos la última batalla. La batalla que tenían que librar los ministros y las ministras de la Suprema Corte. Se perdió por un voto. Nunca sabremos si la perdimos por una súbita iluminación que derivó en una supuesta congruencia que renunciar a la batalla salvaría al país de una crisis constitucional, o debido a que el partido en el poder es ya tan poderoso que pudo quebrar a un ministro que hasta ese día se había mostrado firme y valiente. Sin importar los culpables, la batalla se perdió. La poca esperanza que aún conservamos se desvaneció cuando escuchamos una oración demoledora:  “Como lo he sostenido en precedentes y por ninguna otra razón que no sea esa, en contra”

Como buen soldado caído, reconociendo que la guerra está perdida, escribo estas líneas para que quede constancia de lo que vivimos en los últimos meses los humildes combatientes de esta batalla. 

La pelea por salvar nuestra Constitución y nuestra república democrática empezó formalmente el 2 de junio, el día que la mayoría de quienes salieron a votar decidieron que Morena seguía siendo la mejor opción. Este partido nunca ocultó su intención de acabar con el Poder Judicial. Fue una clara promesa del entonces presidente Andrés Manuel López Obrador y de la entonces candidata Claudia Sheinbaum. No sólo prometieron acabar con el Poder Judicial, sino que durante seis años el aparato gubernamental lideró una campaña de desprestigio en su contra, a pesar de que hasta ese momento era el poder con mayor confianza de la ciudadanía. 

El poder político dedicó sus esfuerzos a desprestigiar a todas las personas juzgadoras: jueces, juezas, magistrados, magistradas, ministros y ministras, todos y todas se vieron expuestas por años a ataques personales, al desprestigio de su labor, al desconocimiento de los esfuerzos con los que se ganaron sus honorables cargos. Pero esos esfuerzos no pararon ahí. Si bien nunca fuimos señalados con nombre y apellido, quienes colaboramos con las personas juzgadoras vimos también cómo atacaban todos los días nuestro trabajo.

¿A qué se debe la furia de la coalición en el poder respecto al Poder Judicial? El juez imparcial es un contrapeso al poder político. Una de sus funciones principales es hacer valer la ley frente a los poderes públicos. Los jueces constitucionales tienen la misión especial de hacer valer la Constitución y los derechos humanos frente a las autoridades. En los últimos años, el Poder Judicial —y sobre todo la Suprema Corte— se configuró como un verdadero contrapeso a los actos de autoridad que amenazaban los derechos humanos. 

Cuando López Obrador llegó al poder, tenía muchos planes en mente para consolidar su proyecto. Muchos de esos planes implicaban violar  derechos humanos. Como hubieran hecho con cualquier administración y partido, los jueces constitucionales del país hicieron lo que les tocaba y actuaron como contrapeso cuando consideraron que las acciones de la autoridad atentaban contra la Constitución. Queda claro que muchas sentencias dictadas por jueces, juezas, magistrados, magistradas e incluso la propia Suprema Corte son criticables. Pero también queda claro que la verdadera causa del enfrentamiento fue que al presidente no le parecía conveniente que siguieran existiendo contrapesos que representaban obstáculos para sus planes. Su “Plan B” trató de dar la estocada final, pero no tenía las mayorías legislativas necesarias. Y entonces, el 2 de junio, la mayoría de quienes votaron le entregó un voto de confianza y el control tanto del Congreso como de los estados, y con ellos el poder de cambiar a su gusto la Constitución.

Desde ese día, en la Suprema Corte se respiraba un olor a catástrofe. Sabíamos lo que se nos venía. Sabíamos que el presidente ni siquiera esperaría el cambio de gobierno, que e´l mismo daría el golpe final en su guerra contra el Poder Judicial. Durante esos meses se fue orquestando lo que concluyó en septiembre, cuando la nueva legislatura retomó la iniciativa de reforma constitucional presentada en febrero. A lo largo de aquellos meses fuimos presa, como nunca antes, de ataques a nuestra labor. Bajo el argumento de que somos los privilegiados del país, se vino abajo nuestra imagen frente a la sociedad mexicana. Bajo el pretexto de que existen problemas aislados —y algunos generales— en la impartición de justicia local y federal, el partido gobernante amputó todas las extremidades en vez de extirpar los cánceres que le aquejan.  Ni siquiera cuentan con un diagnóstico claro de los problemas que pretenden resolver.

Presentaron la elección popular como la solución a todo lo que estaba mal con la justicia. Especialmente dolorosos fueron los ataques por parte de quienes fueron parte de la construcción de nuestro prestigioso Tribunal Constitucional. Olga Sánchez Cordero y Arturo Zaldívar, ministros en retiro, se convirtieron en abanderados de un ataque contra el mismo poder que los acogió, que ayudaron a construir y que sabían mejor que nadie no necesitaba ser destruído, sino reformado. Pero el poder a veces puede más que la razón. Oímos fuertes declaraciones de ambos contra nuestra labor y nuestros supuestos privilegios, de los que, casualmente, ellos se siguen beneficiando. Son inteligentes, más no congruentes.

En septiembre, el Poder Judicial de nuestro país se oyó retumbar. Primero los valientes juzgadores y su personal se levantaron de sus escritorios y dejaron los expedientes para tomar las calles y manifestarse contra lo que podía ser el exterminio de su carrera y una trasgresión inusitada a sus derechos laborales. En una manifestación histórica, el país se quedó sin jueces federales. De forma responsable, decidieron atender asuntos urgentes, pero se negaron a seguir jugando el juego de que “nada pasaba” mientras les incendiaban la casa. El personal judicial impidió la entrada a los recintos de justicia para hacer ver a México lo que sería un país sin ellos, para presionar al gobierno a sentarse a dialogar y negociar, para exigir de sus propios órganos —el Consejo de la Judicatura Federal— una respuesta ante la previsible destrucción. A los juzgados y tribunales le siguió la Suprema Corte de Justicia. 

El lunes 26 de agosto, los trabajadores y las trabajadoras de la Suprema Corte salimos por la puerta delantera que llevaba meses sin abrirse —debido a los intentos de ciertos grupos de entrar al edificio a la fuerza— para mostrar el repudio a la reforma judicial. 

A esto le siguió un acto de manifestación pacífica nunca antes visto. El 27 de agosto, los miembros del personal del edificio sede y del alterno de Chimalpopoca nos congregamos en los pasillos de la Suprema Corte con mensajes en hojas y cartulinas, acompañados por su ensordecedor silencio, a ver pasar a los ministros y ministras en su camino al salón de Pleno. El objetivo de la manifestación era mostrar el apoyo de la Corte a los juzgados y tribunales, además de presionar a los ministros y las ministras a que hicieran lo mismo. Ese día fue una demostración colectiva de indignación, de preocupación, de solidaridad. Pero, sobre todo, fue una manifestación del orgullo que sentimos por la institución que conformamos, aún cuando los que decidieron declararse nuestros enemigos nos apedreaban todos los días. Al canto de “Viva la Suprema Corte”, “el Poder Judicial no va a caer” y la entonación emotiva del himno nacional, los ministros y ministras respondieron abriéndonos las puertas del Pleno y suspendiendo la sesión en un acto de respeto y solidaridad con el mensaje que pretendíamos comunicar. 

Al día siguiente, los secretarios y las secretarias de la Segunda Sala de la Corte nos manifestamos durante la sesión. Ante la ausencia de la ministra Lenia Batres en la sesión de Pleno del día anterior, decidimos que nuestro mensaje tenía que leerlo quien ha usado los recursos de la propia institución para destruirla. Unas horas después, los y las trabajadoras de la Suprema Corte decidimos suspender nuestras labores con el propósito de apoyar a nuestros compañeros del Poder Judicial en las manifestaciones y acciones para librar la batalla más importante: la de la aprobación en el Congreso de la reforma. 

Siguieron días muy diferentes a los que los funcionarios del Poder Judicial estamos acostumbrados. Pasamos de vivir días de estudio de casos y redacción de proyectos, a vivir días de agotamiento físico, gritando consignas y apoyando a nuestros compañeros con lo que podíamos. Hicimos campañas de comunicación, tratamos de concientizar a la sociedad, dimos entrevistas y hasta grabamos Tiktoks. Todo con el único propósito de hacer ver a la ciudadanía la gravedad de que se aprobara esta reforma judicial. Porque más allá de nuestros trabajos y supuestos privilegios, esta reforma representa una amenaza a la separación de poderes, a la independencia judicial y deja a la voluntad de nuestra clase política la garantía de nuestros derechos humanos. 

Finalmente, perdimos esa batalla. El recuento de esos días, que parecieron semanas, sigue arrebatándonos la voz porque las lágrimas son incontenibles. La facilidad con la que nuestros legisladores decidieron terminar con nuestras carreras, con la justicia de los mexicanos y las mexicanas, con el sistema que nos garantizaba seguir siendo un país democrático y una república, es espeluznante. Más allá de los diputados o senadores que se “vendieron”, mis ojos estaban puestos en todas y todos los que ni siquiera se la pensaron. Con ese nivel de importancia tratan nuestros derechos y nuestra Constitución. Y la reforma pasó. Y nosotros lloramos y nos lamentamos, pero tuvimos que seguir, algunos en protesta, otros tantos retomamos nuestras labores, sin mucho sentido de para qué seguir haciendo lo que hacemos, con incertidumbre sobre lo que pasará en nuestras carreras profesionales y con el país.

Pero quedaba una última esperanza, aquella en donde nosotros podíamos hacer algo. Los partidos políticos de la minoría presentaron acciones de inconstitucionalidad que permitían que la Suprema Corte revisara la constitucionalidad de la reforma. Sin entrar en grandes detalles, la complejidad de esta batalla radicaba en que típicamente la Suprema Corte no había querido revisar la constitucionalidad de reformas constitucionales. Pero éste claramente no era un caso típico. Como lo sostenía el proyecto que presentó el Ministro González Alcántara Carrancá, no todas las reformas a la Constitución son iguales, pues hay algunos elementos de la Constitución que son tan fundamentales que nos hacen ser el país que somos y que ni siquiera un gobierno con la mayoría electoral puede cambiar. 

Para algunos, esto representaba la esperanza de poder volver las cosas hacia atrás. Otros tantos pensábamos que, ante las declaraciones de los líderes parlamentarios y la presidenta Sheinbaum de que no acatarían la sentencia, al menos era una carta de despedida de la Corte, una decisión que nos permitía dejar constancia de la atrocidad que se estaba cometiendo. Lamentablemente esa batalla se perdió. Necesitábamos ocho votos para invalidar la parte de la reforma que proponía el proyecto. Muchos creíamos que los teníamos, pensábamos que sólo las Ministras cercanas al régimen votarían en contra. Pero con sólo siete votos, la reforma no pudo ser invalidada. Y cuando pensábamos que ya nada dolería tanto, la pérdida de esta batalla fue probablemente lo más doloroso, porque ésta no la ganaron, la perdimos. Porque sentir la decepción desde dentro, es peor que los golpes que vienen de fuera.

¿Qué queda por hacer cuando la guerra aparentemente está perdida? Hay quienes creen que aún hay esperanzas. En mi opinión, tenemos que aceptar la realidad. Sacudirnos las heridas de batalla y seguir luchando por lo que siempre hemos trabajado, por justicia para México y todos los que en este país vivimos. Seguramente lo haremos de distintas formas y en distintos espacios, pero ni el poder más fuerte puede arrebatarnos la vocación de servicio y ganas de trabajar por nuestro país. Vienen tiempos de cambio y todas las personas del país tendremos que adaptarnos. Espero, con un deseo profundo, que esos cambios sean para bien.

Sobre la autora:

Paula X. Méndez Azuela es abogada por el Instituto Tecnológico Autónomo de México y Secretaria de Estudio y Cuenta de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, en la Ponencia del Ministro Javier Laynez Potisek.

@PaulaXMA

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