La paranoia, la discriminación y la violencia por miedo al contagio no son nuevas ni deseables. Vemos y leemos amenazas y agresiones contra el personal del sector salud que, paradójicamente, enfrenta todos los días una batalla para la cual no tiene los insumos necesarios y se dedica a salvar la vida de todos, incluso la de sus agresores. Es tenue la línea que separa la legalidad de la discriminación en las medidas de protección para evitar contagios, máxime cuando la enfermedad que se pretende combatir es aún vagamente conocida.
La discriminación y la violencia no pueden ser el medio, por más que hayan sido las respuestas de muchas sociedades ante virus, bacterias o malformaciones genéticas. Históricamente se ha discriminado y se ha usado la violencia ante lo inexplicable, más aún cuando se cree que la presencia del portador de una enfermedad pone en peligro a los demás miembros de una comunidad. Si la modernidad es precisamente el alejamiento de la barbarie, entonces la amenaza y la violencia contra los probables portadores de una enfermedad muestran el lado más atávico de las personas y, en ocasiones, de las instituciones. Por ejemplo, hace años el Ejército Mexicano separó a algunos de sus trabajadores por ser seropositivos a los anticuerpos contra el VIH, y el pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación fue enfático al precisar que era discriminatorio porque atentaba contra el principio de igualdad. Tener una enfermedad no significa que cualquier medida para evitar contagios sea válida o que otros se contagiarán cuando quienes portan el virus no sean, per se, “agentes de contagio directo”. Y mucho menos debe dar lugar a que los infectados sufran violencia o sean discriminados por el solo hecho de ser portadores.
Dado que quien tiene coronavirus sí es agente de contagio directo, deben tomarse medidas para evitar mayores contagios. No importa si quien las toma es el Estado o es una comunidad de vecinos: las medidas deben ser proporcionales y razonables; no pueden ser violentas o caprichosas; no pueden no ser particulares; deben evitar contagios, y de ninguna manera deben tomarse para satisfacer la paranoia de quienes las imponen. En caso de que las medidas puedan afectar a médicas, enfermeros o personal de servicios esenciales, deben permitirles seguir con su trabajo. Si no cumple esos parámetros de proporcionalidad y razonabilidad, las medidas son ilegales y discriminatorias.
Por desgracia, estamos presenciando ataques al personal que trabaja en hospitales, y esas actitudes tienen su sustento en meras creencias. Se leen textos en elevadores, en restaurantes o en puertas de edificios que “invitan” a médicas y enfermeros a no contagiar a los demás, y ni qué decir de los ataques físicos que han recibido, todo porque las personas que las imponen creen que las ponen en riesgo. Estos tratos no tienen sustento legal o médico alguno y —vaya absurdo— en realidad no se sabe si quien “advierte” o agrede a la médica o al enfermero es el verdadero portador del virus.
Mientras no exista certeza de que alguien es portador del coronavirus, cualquier distinción en el trato es discriminatoria. Eso deviene de lo “extraordinario” (literalmente) del virus: al no provocar síntomas en la mayoría de sus portadores, pasa desapercibido incluso en quienes lo tienen. Por eso, quienes acusan y quienes señalan sin sustento, en realidad asumen su “pureza”, pero desconocen su realidad: los portadores pueden ser ellos. (Mención aparte debe hacerse de los casos sospechosos o en los que haya una probabilidad sustentada de que una persona sea portadora de la enfermedad. Mientras se esclarece si realmente tiene el virus, se deben tomar medidas y tratarlas como si lo tuvieran.)
Por otra parte, existen casos en los que el portador sabe que tiene el virus y aun así pone en peligro de contagio a otros. Es bien sabido el caso de un youtuber que se grabó acudiendo al supermercado y al banco a pesar de saber que era portador del coronavirus. Para esos casos, el Código Penal es el instrumento más severo: quien sabe que tiene coronavirus y expone a otros a contagiarse está cometiendo un delito. Los códigos penales de la mayoría de los estados y de la Ciudad de México prevén sanciones contra quienes pongan en peligro de contagio a otros y no se lo hagan saber. Al tratarse de una enfermedad que hasta ahora es incurable, la sanción que correspondería al delincuente puede ser de hasta diez años de prisión. Y aquí no hay distinción sobre el trabajo que desempeña el portador: no importa si es enfermero, médico, constructor o profesor. Si sabe que tiene el virus, debe notificarlo a quienes puedan estar en contacto con él y evitar propagarlo.
Es indudable que las autoridades deben tomar medidas razonables para que no se propague el virus. Eso no quiere decir que deba hospitalizarse a todos los portadores o que las medidas no deban tener límites. Al contrario, las medidas y los protocolos no deben dejar a su suerte al portador o muy probable portador;deben permitir que se recupere y prevenir el contagio a partir de que se sabe que tiene el virus. Por ejemplo, quien ha sido diagnosticado con coronavirus deberá ser trasladado en ambulancias si no necesita (o ya no necesita) hospitalización. Dejar que un paciente con coronavirus use el transporte público contribuye a que el virus se propague.
Las medidas son necesarias y deseables para evitar contagios. Tomarlas sin lógica alguna y discriminando sin razón a una persona por el solo hecho de trabajar en un hospital o por creer que es portador del virus es ilegal y discriminatorio. Y estas medidas demuestran la estupidez de muchos: porque no sólo ignoran las causas, sino que toman decisiones erróneas, a pesar de conocerlas. Insisten en su necedad. Matan al mensajero.
Juan Manuel Mecinas (@jmmecinas) es profesor e investigador en derecho constitucional.