Por primera vez en la historia de México, la justicia ha entrado en campaña. No como tema de debate electoral, sino como protagonista: jueces y futuros jueces recorren plazas, publican mensajes en redes sociales y prometen un nuevo tipo de justicia desde la boleta. El proceso que hoy se ensaya con la elección directa de ministros de la Suprema Corte y de otros cargos judiciales, se presenta como un gesto de democratización y como una forma de abrir instituciones cerradas y volverlas responsables ante la ciudadanía. En teoría, suena atractivo: que el pueblo elija a sus jueces, que la justicia no sea un enclave técnico alejado de las mayorías. Pero lo que está en juego es mucho más profundo; se trata de la posibilidad de que la democracia erosione a su propio contrapeso institucional en nombre de sí misma.
Este experimento no ocurre en el vacío. Tiene lugar en un ecosistema político donde la desconfianza hacia las instituciones convive con una alta concentración del poder y donde el discurso de “lo popular” muchas veces se impone sobre la construcción de reglas estables. Si la justicia entra a ese terreno sin protecciones, me temo que el riesgo no es que se haga más cercana, sino más vulnerable.
Los primeros quince días de este ejercicio han dejado claro que el lenguaje electoral no se acomoda bien a la función judicial: discursos simplificados, lealtades partidistas apenas disimuladas, ausencia casi total de propuestas técnicas sobre la función judicial. La toga relevada por la consigna y el perfil técnico, por la retórica identitaria.
No existe en México una tradición de deliberación pública seria sobre el perfil, las funciones y los límites de los jueces. Tampoco hay mecanismos efectivos de fiscalización ciudadana ni garantías de la existencia de marcos institucionales que aseguren el carácter independiente que exige una función como la de juez constitucional. Por eso, resulta comprensible que un entorno de competencia, donde se busca captar la simpatía de votantes sin suficiente información sobre los límites y funciones del juez constitucional, incentive una lógica de espectáculo. Pero es precisamente esa lógica la que vacía de contenido a la justicia. Lo que debería discutirse —la interpretación constitucional, el control de poder, la garantía de derechos— queda desplazado por frases vacías y propuestas imposibles. ¿Cómo evaluar a quien promete “justicia sin corrupción” si no se discute cómo hacerlo desde la función que la Constitución le asigna?
Más aún, al adoptar el lenguaje de campaña, los aspirantes asimilan también su lógica de confrontación. La justicia deja de ser árbitro para tomar un rol protagónico. Y lo que se pone en juego ya no es solo la legitimidad democrática del proceso, sino la posibilidad misma de que el Poder Judicial no pueda conservar una posición institucional de autonomía frente a los otros poderes en el futuro inmediato. La imparcialidad no se proclama, se practica; pero en campaña, todo se proclama y nada se demuestra.
La narrativa del oficialismo presenta esta reforma como un ejercicio de democratización inédito del sistema judicial. Sin embargo, el verdadero dilema no está entre apertura y opacidad, sino entre independencia y subordinación. Democratizar al Poder Judicial no debería significar someterlo a la voluntad coyuntural de las mayorías, ni mucho menos abrir la puerta a su captura por parte de los otros poderes del Estado.
Ya lo advertía Alexander Bickel desde mediados del siglo XX al desarrollar el “argumento contramayoritario”, al destacar el conflicto entre el control de constitucionalidad y la voluntad de las mayorías. En el diseño constitucional clásico, el juez constitucional tiene un rol contramayoritario. Su legitimidad no proviene del aplauso popular, sino de su capacidad para proteger derechos incluso cuando hacerlo resulte impopular. Por eso es que someter su nombramiento a un proceso de competencia electoral convierte esa función en una paradoja: un Poder Judicial que depende del voto popular difícilmente podrá sostenerse cuando deba enfrentarse a quien le entregó el poder.
De esta forma, lo que se plantea como democratización puede, en los hechos, operar como una forma más sofisticada de subordinación. Basta observar quién impulsa las candidaturas, qué partidos las respaldan —aunque lo nieguen— y qué discursos se promueven. La pluralidad de aspirantes no garantiza pluralismo en el Poder Judicial y la elección abierta no garantiza independencia. La verdadera pregunta no es si los jueces deben rendir cuentas ante el pueblo, sino cómo hacerlo sin convertirlos en operadores de los otros poderes, a los que deberían controlar.
Más allá de sus efectos institucionales inmediatos, la elección de jueces por voto popular expone un problema más profundo: la ambigüedad de nuestra noción de democracia. ¿Qué entendemos por participación? ¿Qué papel le asignamos al conocimiento técnico en un régimen representativo? ¿Cuáles son los límites del principio mayoritario cuando se trata de garantizar derechos?
El diseño constitucional moderno reconoce que no todo puede someterse al voto. Que ciertos órganos —como los tribunales constitucionales— existen precisamente para frenar impulsos momentáneos, corregir abusos del poder y proteger minorías incluso cuando ello implique contradecir la voluntad de la mayoría que existe en ese momento. Cuando convertimos al juez en un candidato, asumimos que su legitimidad proviene del respaldo popular y no de la calidad de sus argumentos, la solidez de su razonamiento o su capacidad para resistir presiones.
Este proceso nos obliga, entonces, a cuestionarnos si estamos construyendo una democracia de garantías o de pasiones políticas. Porque no se trata solo de cómo se eligen los jueces, sino de qué tipo de justicia queremos en un estado democrático: una justicia que limite al poder o una justicia que lo sirva. Someter la justicia al juego electoral puede parecer un acto de empoderamiento ciudadano, pero también puede ser la vía más eficaz para desdibujar el papel contramayoritario del juez y debilitar la arquitectura institucional que sostiene al Estado de derecho.
Las próximas semanas que restan de campaña, pondrán a prueba no solo la solidez del Poder Judicial, sino también la madurez democrática del país. Si este experimento fracasa —si los jueces electos terminan siendo operadores políticos o figuras decorativas— el costo institucional será muy alto y difícilmente reversible. Porque aún si el proceso tuviera éxito en términos formales, si se logra elegir a nuevos jueces mediante el voto, la pregunta seguirá en el aire: ¿cuánta justicia cabe en una urna?
Ante el panorama que se nos presenta, vale la pena preguntarse: ¿qué nos queda? Frente a un proceso cuestionable en su diseño y en sus incentivos, caben al menos dos respuestas igualmente legítimas. Una es la abstención consciente: negarse a participar por no querer convalidar un experimento que pone en juego a la democracia misma. La otra —por la que me inclino a creer— es participar, pero no de forma ingenua, sino crítica y exigente. No todo está perdido si aún es posible distinguir entre perfiles y trayectorias. Creo que el esfuerzo debe ser identificar a quienes han construido una carrera judicial con vocación, autonomía y profesionalismo.
Hay candidaturas que merecen atención, muchas de ellas provenientes del propio Poder Judicial, con años de servicio, con sentencias que han marcado precedentes, con compromisos visibles con la justicia como función institucional y no como plataforma política. No se trata de idealizar, sino de reconocer a quienes, con años de trabajo silencioso, han dado contenido real a lo que hoy otros reducen a una promesa. Porque incluso en condiciones adversas, defender la justicia también implica ejercer el juicio ciudadano con rigor y no renunciar a elegir con responsabilidad.
Sobre el autor
Alan Mauricio Jiménez Díaz
Licenciado en derecho por la Ibero CDMX. Maestro en derecho constitucional por el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales de Madrid. Profesor de Justicia Constitucional.