Para que haya corrupción en el uso de los recursos públicos se requieren mecanismos de arbitrariedad, discrecionalidad y unilateralidad. Parte de la explicación que permite entender que miles de millones de pesos hayan terminado en campañas políticas, empresas fantasma, compañías de amigos o familiares y decenas de otros modus operandi que tristemente conocemos tan bien, es que un político o funcionario pueda usar el erario a voluntad y llevarlo a un destino diferente al presupuestado o entregarlo en un contrato amañado.

Por tal motivo, cualquier intento real de combate a la corrupción e impunidad debe incluir controles en el uso de los recursos públicos para cerrar esos espacios de arbitrariedad que, legal o ilegalmente, han sido aprovechados en el pasado, como es el caso de las adecuaciones presupuestarias y las adjudicaciones directas. Cuando analizamos el uso del presupuesto por parte del gobierno de López Obrador, encontramos que estos mecanismos han seguido siendo utilizados, incluso de forma más intensiva. Para decirlo con sencillez: a la hora de usar recursos públicos de manera discrecional, este gobierno pretende romper todos los récords. 

Al hablar de adecuaciones presupuestarias, nos referimos a la capacidad legal que tiene el Poder Ejecutivo para modificar el presupuesto sin que nadie lo cuestione, pues la Cámara de Diputados no tiene ningún mecanismo de control efectivo más allá de emitir una opinión, de acuerdo con la Ley Federal de Presupuesto y Responsabilidad Hacendaria (LFPRH). Cuando este poder estuvo en manos de Peña Nieto, los recursos del PEF fueron dirigidos a sus prioridades; en su primer año de gobierno, tomó 615 847 millones de pesos (mdp) de recursos del PEF para el Poder Ejecutivo (equivalentes a 15.3 %) y los llevó a otro destino. Por ejemplo, el gasto en comunicación social y publicidad de 2013 a 2018, de acuerdo con el PEF, debió haber sido de 17 812 mdp, pero en realidad se gastaron 51 401 mdp, una diferencia de 288 %.  

Este uso discrecional de los recursos fue una preocupación para Morena cuando no eran gobierno; en febrero de 2017 presentaron una iniciativa que buscaba regular las adecuaciones presupuestarias porque “el poder legislativo no participa en el control del ejercicio del gasto, en clara violación de sus funciones constitucionales y legales”. Las reformas no lograron avanzar en el proceso legislativo, pero volvieron a presentar otras iniciativas similares en mayo y septiembre de 2017, así como en marzo de 2018. 

Estos deseos de controlar las adecuaciones presupuestarias se esfumaron una vez que Morena llegó al poder, pues la administración actual ha hecho uso de ellas como no se había visto en años. Al revisar la Cuenta Pública de 2019, encontramos que, en su primer año de gobierno, el actual Poder Ejecutivo movió 807 199 mdp del PEF (17.3 % de su presupuesto) y los llevó a otros destinos. Las instituciones, programas y rubros beneficiarios de estas reasignaciones no son los mismos del sexenio anterior, pero hablan con elocuencia de las prioridades del presidente López Obrador. Por ejemplo, el rubro de “Aportaciones a fideicomisos públicos” dentro de la Secretaría de la Defensa tenía aprobado en el PEF un monto de 18.8 mdp, pero en el tercer trimestre de 2019 se hizo una modificación que destinó 28 392 mdp a este apartado, lo que hizo que los fideicomisos del Ejército aumentaran su saldo en 1048 %. En septiembre de 2019, Pemex también recibió recursos adicionales, pues el gobierno federal realizó una aportación patrimonial por 104 047 mdp destinados “a fortalecer la posición financiera de Pemex”, en línea con la prioridad presidencial de usar a la empresa productiva del Estado como “palanca de desarrollo” sin importar el costo —ni que Pemex tuvo pérdidas por 370 783 mdp ese año. 

Para que ciertas áreas del gobierno pudieran gastar más, tenía que haber perdedores. En el caso de 2019 es revelador que, por ejemplo, la Secretaría de Salud gastó 1574 mdp menos de los 133 115 que tenía autorizados en el PEF (una reducción de 1.33 %). El programa Prospera —que en 2019 todavía operaba— tenía 73 420 mdp asignados, pero a lo largo del año se le retiraron 45 781 mdp, una reducción de 62 %. La política para “promover la atención y prevención de la violencia contra las mujeres”, a cargo de la Secretaría de Gobernación, pasó de tener 279 mdp aprobados a ejercer sólo 222 mdp, una reducción de 20 %. Los ejemplos de ganadores y perdedores como consecuencia de las adecuaciones hechas por el Ejecutivo podrían continuar hasta la náusea, pero en todos los casos reflejan precisamente lo que en realidad le interesa al gobierno, ya que puede redirigir recursos de temas que no le importan hacia sus verdaderas prioridades. 

La voluntad del gobierno de López Obrador para aumentar la discrecionalidad con la que ejerce el gasto puede verse más allá de las cifras en los movimientos del presupuesto. Se refleja en las modificaciones a las leyes en la mejor tradición de legalizar lo ilegal. La LFPRH sólo ha tenido dos modificaciones en lo que va de este sexenio. Ninguna ha sido para limitar las adecuaciones presupuestarias. Ambas fueron para aumentarlas. El decreto del 14 de noviembre de 2019 reformó al artículo 61 de la LFPRH para señalar que todos los ahorros por la aplicación de la Ley de Austeridad Republicana podrían llevarse “al destino que por Decreto determine el Titular [del Poder Ejecutivo]”. Con esta disposición, el presidente se ahorró el proceso de aprobación de modificaciones presupuestarias desde Hacienda y así tener la facultad de definirlo todo con un decreto presidencial. En el mismo sentido, la reforma publicada el 4 de noviembre de 2020 se utilizó para desaparecer 109 fideicomisos escogidos por el presidente. Sus recursos se concentrarán en la Tesorería de la Federación para que la SHCP pueda llevarlos a los destinos que decida, con las mismas reglas discrecionales. 

La crisis de covid-19 del 2020 en efecto le vino “como anillo al dedo” a esta administración: con el pretexto de la pandemia, las reasignaciones presupuestales han continuado con esta dinámica, al extremo que el 23 de abril del año pasado el presidente decretó que no se ejercería el 75 % del presupuesto para servicios generales, materiales y suministros y que se pospondría todo el gasto del gobierno, con excepción de los programas prioritarios escogidos por él. Si se consideran las cifras al tercer trimestre de 2020 —que son las últimas disponibles hasta el momento de escribir este texto—, los ramos del Poder Ejecutivo reasignaron 510 650 mdp del PEF a otros destinos, lo cual implica un movimiento de 10.6 % de su presupuesto. Llama la atención que, a pesar de la pandemia, la Secretaría de Salud tuvo un presupuesto 1476 mdp menor al que se había aprobado en el PEF (-1.1 %), mientras que, por ejemplo, la Secretaría de Turismo pasó de 5207 mdp a 23 572 mdp —un incremento de 452 % explicado por el Tren Maya. Las cifras finales de 2020 no las conoceremos hasta el 30 de abril, cuando se presente la Cuenta Pública, pero es seguro que habrán aumentado sustantivamente y se verán con mayor claridad otras prioridades presidenciales, pues se ha observado que casi dos terceras partes del total de los movimientos presupuestales se dan en el último trimestre del año. 

En su libro 2018. La salida, López Obrador escribió que “la corrupción no sólo se limita a la entrega de bienes públicos a traficantes de influencias, también se práctica en el otorgamiento de contratos de obras y servicios”. Esta visión logró saltar hasta su presidencia, pues en el Plan Nacional de Desarrollo se definió que una de las estrategias para erradicar la corrupción sería “prohibir las adjudicaciones directas”.

Sin embargo, las cifras oficiales pronto demostraron el abismo entre el discurso y la realidad. El punto más alto de contratos por adjudicación directa había sido en 2017, cuando Peña Nieto entregó 77.8 % de sus contratos de esta manera. Sin embargo, cuando cerró 2019, el gobierno federal había entregado el mayor porcentaje de contratos por adjudicación directa de toda la década, pues 78.1 % de sus procedimientos se dieron con este mecanismo. Al llegar el final de 2020, el gobierno se superó a sí mismo: el porcentaje subió hasta 80.3 %. Y no sólo incrementó la proporción de adjudicaciones directas, sino que también aumentaron los montos. 

Hasta antes de 2020, la suma del importe de los con-tratos dados por licitación pública siempre había sido superior a la de las adjudicaciones directas. El punto más bajo de la administración anterior había sido en 2018, con 55 % del total. Para 2019, el porcentaje disminuyó hasta 49 % y en 2020 tocó su punto más bajo con 40 % y, por primera vez, la mayoría del importe de todos los contratos se dio por vía de la adjudicación directa: 42 % del total. El problema no sólo es el uso y abuso de las adjudicaciones directas, sino que con esta figura se han dado la mayoría de los contratos sospechosos de esta administración, ya sea a empresas fantasmas, compañías de familiares de políticos o empresas recién creadas sin experiencia, como hemos documentado mes a mes en Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad.

El discurso presidencial grita a los cuatro vientos que la corrupción ha terminado, pero al mismo tiempo las reglas que justamente permitieron los abusos del pasado no sólo permanecen intactas, sino que son utilizadas con singular alegría por esta administración bajo la idea de que puede hacerse la misma cosa una y otra vez, esperando obtener resultados diferentes sólo por la declarada honestidad de una persona. Las puertas para la corrupción siguen abiertas de par en par y el gobierno de López Obrador parece no querer cerrarlas.