En el panteón Domingo de Ramos de Juchitán, un municipio oaxaqueño de más de 90,000 habitantes, reposan las cenizas de Heriberta Juárez Ramírez, que murió el 16 de julio de 2020. El médico particular que la atendió dijo que se había contagiado de coronavirus y cremaron su cuerpo siguiendo el protocolo para los fallecidos por la pandemia. Cuatro meses después, Marisela de Jesús Juárez se lamenta porque su madre murió como si tuviera la Covid-19 y ella ha sufrido discriminación en la comunidad como si su madre hubiera muerto por Covid-19, pero su madre no aparece en las estadísticas oficiales de los fallecidos por Covid-19.

“¡La funeraria llegó y metió el cuerpo de mi mamá en una bolsa negra como si fuera un perro muerto!”, dice Marisela Juárez, que compagina su trabajo de mototaxista con el tejido de hamacas. 

Heriberta Juárez murió en casa, a los 60 años, en la peor época de la pandemia en Oaxaca. Según su certificado médico, por bronquitis crónica, insuficiencia respiratoria y cardiaca. Entre junio y agosto del año pasado, morían un promedio de entre tres y cinco personas al día en Juchitán, dice Jorge Valdivieso, regidor de panteones del ayuntamiento. “Hubo días donde llegaron a 7, 8, 9 y 10”, recuerda. Durante esos meses, la mortalidad en el municipio —304 fallecidos— aumentó más de 400% en comparación con el mismo periodo de 2019, cuando fallecieron 59 personas. 

La versión de la Secretaría de Salud es que hasta el 11 de enero habían muerto 66 personas en el municipio por Covid-19. Las cifras de la regiduría, sin embargo, muestran un claro subregistro en los datos oficiales: 80 fallecimientos confirmados por la pandemia, 77 por posible coronavirus y 145 por males cardiacos y respiratorios, entre los que se encuentra Juárez. 

Familiares esperan noticias a las afueras del hospital general de Juchitán, donde se atienden pacientes por Covid-19. En julio y agosto el centro rebasó su capacidad. En las últimas semanas la ocupación ha vuelto a subir. Fotografía: Jacciel Morales

Heriberta Juárez enfermó y murió en 48 horas. Su primer síntoma fue un fuerte dolor de cabeza. Su familia sospechaba que podía tratarse de coronavirus, pero tuvieron que decidir entre pagar el tratamiento o los 3,500 pesos que costaba una prueba en un laboratorio privado. En Juchitán no existen pruebas gratuitas generalizadas, solo se realizan en los hospitales públicos a personas que presenten varios síntomas. Entre marzo de 2020 y el 13 de enero de 2021, solo se aplicaron 4,136 pruebas rápidas en el Istmo de Tehuantepec, una región de casi 600,000 habitantes, según Maydelit Garrido Wong, encargada de la coordinación de Vigilancia Epidemiologia de la jurisdicción sanitaria II de Oaxaca.

Incluso si la familia Juárez hubiera tenido dinero para pagar una prueba es muy probable que su caso hubiera quedado en el limbo. No existe una buena coordinación entre las autoridades sanitarias y las clínicas particulares, por lo que los registros privados apenas se reflejan en las estadísticas públicas. “Todavía no se alcanza esa coordinación (…) Quizá por lo mismo de la pandemia, hemos desatendido las cuestiones administrativas o las notificaciones que se deben de realizar. Todos deberíamos apegarnos a esta normatividad y así tener números reales y conocer la magnitud real de la pandemia”. Garrido se refiere al Lineamiento de diagnósticos o enfermedades emergentes y reemergentes que especifica que las clínicas de salud de primer y segundo nivel, así como los médicos particulares, deben reportar a la Secretaría de Salud los casos de Covid-19 en las primeras 24 horas. 

Las muertes en el estado se cuentan a través de esas notificaciones. Cada caso se revisa de acuerdo con los síntomas que haya tenido el paciente —como dificultades respiratorias—, estudios clínicos —pruebas y rayos X— y si la persona fallecida estuvo en contacto con alguien que dio positivo. En el Sistema Estadístico de Defunciones hay aproximadamente 344 casos notificados en el Istmo de Tehuantepec desde marzo y otros 150 que se están investigando para medir las otras muertes relacionadas con la pandemia.  

Heriberta Juárez, quien perdió a su esposo en el terremoto de 2017, no quiso ir al hospital por miedo al virus. El día que enfermó los dos centros hospitalarios más cercanos estaban al máximo de ocupación y el Hospital General Dr. Macedonio Benítez Fuentes sufría un brote que afectó a 169 trabajadores. Cuando empezó a tener dificultad para respirar, decidió ir a un consultorio privado, aunque muchos habían cerrado por miedo a un contagio masivo. El médico le dio un tanque de oxígeno que se llevó a casa y pudo estar en el cumpleaños de uno de sus seis hijos. Por la noche, volvió a quedarse sin aire y en cuestión de horas, falleció.

Marisela de Jesús Juárez heredó de su madre el oficio de tejedora de hamacas en Juchitán, Oaxaca. Fotografía: Jacciel Morales

Aunque el doctor consideró que Heriberta Juárez murió por Covid, nunca hubo un papel que lo probara porque nunca se hizo la prueba. Las funerarias aplicaron el protocolo Covid a cualquiera que hubiera tenido una muerte fulminante o consecuencia de alguna complicación respiratoria. Antes de llevarse su cuerpo, fumigaron dos veces su casa.

En el cementerio Domingo de Ramos se cavaron 60 nuevas fosas gratuitas para los muertos por Covid, pero pocos tenían un acta de defunción. Los familiares presentaban certificados médicos particulares porque el registro civil estaba cerrado y era casi imposible conseguir el acta de defunción, que sólo puede expedirse hasta 15 días después de la muerte sin la necesidad de un juez civil. Cristian Hernández Fuentes, director del Registro Civil de Oaxaca, explicó que por la pandemia las 142 oficialías del estado adecuaron sus horarios de trabajo bajo órdenes municipales y su área jurídica apoyaba “de buena fe” a quien requiriera un acta. En Juchitán, entre el 5 de julio y el 5 de agosto, el registro solo abrió dos días. Marisela Juárez acudió el pasado 3 de noviembre para conseguir el acta de defunción de su madre, pero el funcionario le dijo que se había vencido el plazo. 

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Los constantes dolores de cabeza obligaron a Araceli López Sánchez a reposar en su recámara. Durante los primeros días se trataba con paracetamol, además de tomar como desde hace años una pastilla para la hipertensión. La presión alta, pensaba su familia, era la causante de esas cefaleas que al principio no impedían que Araceli, aun desde la cama, siguiera dando órdenes con una sonrisa. Pero pasaron veinte días y la enferma no mejoraba. Entonces comenzó a pensar en la muerte. Su mayor temor era morir sola, intubada, en un cuarto frío de hospital.

Jesús y Araceli, hijos de Araceli López, junto al altar en honor de su madre, fallecida el 1 de julio de 2020. Fotografía: Jacciel Morales
Jesús López en la tumba de su madre, Araceli, en el panteón Domingo de Ramos de Juchitán. Fotografía: Jacciel Morales
Altar en memoria de Araceli López en la casa familiar. Fotografía: Jacciel Morales

En vez de acudir a una clínica fue su habitación la que se transformó en una especie de cuarto de hospital bajo la vigilancia de su marido, médico de profesión, y sus dos hijos, Jesús y Araceli, cuya preocupación crecía mientras la sonrisa de su madre desaparecía. En medio de la pandemia, Araceli era una paciente de riesgo por su hipertensión, como muchos habitantes de Juchitán. Un 28 % de las personas que han dado positivo por Covid-19 eran hipertensos, obesos o diabéticos. Solo el 25 de junio, cuando comenzó a padecer un agotamiento severo, otro síntoma de coronavirus, aceptó la recomendación de su marido de ingresarla en un hospital. Lo que él no quiso es que su mujer fuera tratada en una institución pública por el colapso sanitario.

El 15 de junio se puso en marcha el Hospital Covid-19 del Instituto de Salud para el Bienestar (INSABI) en Juchitán con 25 camas. Tres semanas después, el alcalde, Emilio Montero, informó que “por problemas técnicos” solo operaban cinco camas para pacientes que requerían intubación. El hospital Dr. Macedonio Benítez, también conocido como hospital civil, se adaptó para atender a cuatro pacientes necesitados de intubación. Hasta diciembre de 2020 se internaron 45 personas graves y más de 200 han sido atendidas. 

Su director, Juan Manuel Cruz, confirma el desborde y explica que las reticencias de Araceli son una constante en el municipio: muchas personas fallecen en su casa sin haber ido a una consulta médica y otras acuden con médicos particulares. Por ahí, dice, se explica también el “alto” subregistro de víctimas de la pandemia.

En la misma línea, Delfino López de la Cruz, uno de los encargados del Centro de Atención Médica Covid-19, un espacio de consulta externa gratuita creado por la municipalidad de Juchitán, calcula que sólo un tercio de las personas infectadas acudieron a la salud pública.

Sergio Salas González y Florentino López son dos médicos particulares que coinciden en que el subregistro de mortalidad por Covid-19 es incuantificable hasta ahora. López ha atendido a más de 300 casos sospechosos de coronavirus en su consulta en Juchitán y ninguno de ellos ingresó a las estadísticas oficiales que se muestran cada tarde a las 19:00 en la conferencia del subsecretario de Salud, Hugo López-Gatell. Este doctor particular, con más de 25 años de experiencia, nunca reportó sus datos porque el sistema público de salud no se puso en contacto con él y asegura que las autoridades ni siquiera saben qué consultorios están abiertos y cuáles cerrados. Él decidió tratar a sus pacientes con dexametasona, un medicamento avalado por la Organización Mundial de la Salud (OMS) para casos graves.

Sergio Salas atiende también a pacientes Covid en la localidad vecina de Unión. “Una lista, una careta y un Dios te cuide”, dice que fue todo lo que recibió el mes de marzo. Al principio atendió a pacientes muy graves a quienes enviaba a hospitales cercanos, pero, dice, fallecían. A partir de entonces decidió aplicar su propio protocolo. En su clínica hay disponibles tanques de oxígeno, medicamentos y toda una serie de insumos para atender a pacientes graves. En una ocasión, dice, curó a una familia entera después de una convalecencia de 45 días de forma intensa.

Cuando Araceli López ingresó en la clínica particular respiraba con mucha dificultad. Los médicos le practicaron una prueba rápida de Covid y dio positivo. Empezó con fiebre alta y dolor de articulaciones. Después de muchos ruegos de su familia acabó en el sistema público de salud, primero en el Macedonio Benítez, pero tras el brote que contagió al personal médico, fue trasladada al Hospital Covid-19 del INSABI.

López acabó en un cuarto de hospital y la soledad solo la paliaba con videollamadas de su marido e hijos. El 1 de julio, a las doce del mediodía, su familia recibió una llamada del hospital confirmando su muerte. “La despedimos por videollamada y eso fue algo horrible, inexplicable. No pudimos ponerle a mi mamita su traje regional. Se fue en paz, pero no como lo hubiéramos querido”, dice su hijo Jesús.

Dos días después de la muerte de Araceli López llegaron a su casa los resultados de la prueba molecular: negativo. El acta de defunción que expidió el registro civil de Juchitán especificó cinco causas: insuficiencia respiratoria aguda grave, neumonía severa, probable Sars-Cov2, hipertensión arterial sistemática y obesidad. 

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Fabián Guerra vive en piloto automático desde hace cinco meses, cuando su padre, José Luis Guerra Sánchez, “el hermano José Luis”, como se le conocía en la comunidad por su labor en la medicina tradicional, murió en el estacionamiento del hospital civil de Juchitán. A partir de ese momento no entiende qué está pasando en su vida. En el acta de defunción de su padre las causas de la muerte son insuficiencia respiratoria aguda grave y neumonía atípica, pero como en el caso de Heriberta, le aplicaron el protocolo de un funeral por Covid.

Fabián Guerra, un joven juchiteco de 23 años, con la fotografía de su padre, José Luis Guerra, que falleció en el hospital civil de Juchitán. Fotografía: Jacciel Morales

Ese hecho fue suficiente para que durante un par de meses fuera discriminado por vecinos y amigos. Cuando acudía a la tienda le negaban los productos, le decían que no había servicio o bien le pedían que no se acercara. Fabián Guerra, de 23 años, dice que no guarda rencor porque entiende que se trataba del miedo, pero en esos días tristes necesitaba el apoyo de sus familiares.

En Juchitán cualquier cosa relacionada con la pandemia como “lavarse las manos” empezó a causar terror, ansiedad y depresión, dice la médica psiquiatra Yadhira Álvarez Alonso, quien asegura que desde el inicio de la contingencia sus consultas se han incrementado 200%. Atiende a entre 15 y 20 pacientes al día y casi todos acuden a ella con cuadros de ansiedad por miedo a la muerte.

La Covid-19 no solo es una enfermedad desconocida, sino también un estigma en la comunidad. Maydelit Garrido Wong, coordinadora de Vigilancia Epidemiológica, reconoció que, con la premura y poca experiencia, muchos prefirieron el anonimato para evitar ser señalados y discriminados, lo que también favoreció el subregistro de muertes. Delfino López cuenta que a su consultorio llegaron en un par de ocasiones personas que le pedían como un “favor especial” modificar el certificado médico expedido por el hospital para cambiar la causa de la muerte y borrar cualquier indicio de coronavirus o neumonía atípica. Él, dice, se negó.

“Cuando ves a tu ser querido ahí tirado en el suelo y que ya no respira, pero no hay nadie que te ayude, sientes que el mundo se cae, no sé de dónde saqué fortalezas”, dice Fabián Guerra.

El anonimato en el que las familias querían mantener la muerte de sus seres queridos cambió a finales de noviembre con el anuncio del gobierno federal sobre la ayuda de 11,460 pesos a familiares de personas fallecidas por Covid-19. Pero ni Fabián Guerra, ni Marisela Juárez ni Jesús López pueden reclamar este apoyo. Para obtenerlo, deben tener un acta de defunción donde la causa de muerte sea por coronavirus.

“Es una decisión tardía. Si desde el inicio hubieran lanzado esto, los médicos se habrían responsabilizado en dar un certificado más preciso. Mi mamá murió en mi casa y no podré ser beneficiaria de esta ayuda”, dice Marisela Juárez, quien pagó 13,500 pesos por los servicios funerarios.