Gran cantidad de datos falsos ha esparcido el presidente durante los más de dos años de administración. Quizá ninguno más escandaloso que el que su gobierno ahorró 1.3 billones de pesos gracias al combate a la corrupción y a su política de austeridad republicana. La cifra, incomprensible para la mayoría de nosotros, es equivalente al 20.65 % del presupuesto total aprobado. Para mayor precisión, es la suma del presupuesto que en 2021 tendrán las secretarías de Educación Pública, Bienestar, Salud y Defensa, combinado con el del Poder Legislativo y el Poder Judicial más la Comisión Federal de Electricidad. Simplemente inverosímil.
Pero concedamos que el dato fuese correcto. ¿Dónde está ese dinero? ¿En qué se va a gastar? ¿Y quién lo va a decidir? No sabemos porque los impuestos y derechos que aprobaron los diputados y senadores ya tienen un origen y un destino según la Ley de Ingresos y el Presupuesto de Egresos de la Federación. O ese ahorro no existe o estamos en presencia de un gobierno que oculta y desvía el dinero como ningún otro lo ha hecho.
La conclusión obligada después de escuchar la cifra de 1.3 billones de pesos es que el combate a la corrupción ha sido un éxito rotundo. La conclusión obligada a la que se llega por cualquier otra fuente distinta a la palabra del presidente es que ha sido un fracaso rotundo. Todas las encuestas de percepción señalan que los mexicanos piensan que la corrupción sigue igual o es mayor que en años anteriores. Para el último trimestre de 2020, GEA-ISA reporta que 81 % de los mexicanos piensa que la corrupción es mayor (31 %) o igual (50 %) que hace seis años.
La medición de Transparencia Internacional coloca a México en el número 142 de 183 países y con una de las mayores penetraciones de malas prácticas en el sector público. El Inegi indica que la prevalencia de corrupción mantiene una tendencia creciente de 2013 a 2019, al pasar de doce a casi dieciséis víctimas de corrupción por cada cien habitantes. Entre 2017 y 2019, sigue el Inegi, el costo de la corrupción a precios constantes aumentó 63.1 % y el gasto promedio por persona afectada pasó de 2273 pesos en 2017 a 3822 pesos en 2019.
En todas las encuestas, son más los que piensan que el presidente está tratando mal el combate a la corrupción y que no ha dado resultados. El acceso preferencial del presidente al discurso público no ha logrado manipular las percepciones. Mucho menos la realidad. Lo irrefutable es que la corrupción está estancada y que tenemos mucho discurso para tan poca realidad.
Una política anticorrupción requiere de algo más que un discurso que alcanza para mantener viva la memoria de un pasado corrupto; de algo más que exhibir a los peces gordos del gobierno anterior; de algo más que presentarse como un gobernante honesto y austero; de algo más que decir “no somos iguales”; de algo más que la mera voluntad y una cartilla moral.
Combatir la corrupción requiere de un diagnóstico —con el que ya se contaba antes de que llegara López Obrador a la presidencia—, de un presupuesto y de una política que abarque la prevención, la denuncia, la detección, la integración apropiada de las carpetas de investigación por las unidades administrativas y ministerios públicos y la sanción por parte de los jueces. Es una cadena cuyos engranes tienen que estar bien ensamblados para romper el círculo de la corrupción y la impunidad. El gobierno tiene muy poco que mostrar en cada eslabón de esta cadena.
Comencemos por el presupuesto. Si las prioridades se demuestran en el gasto, resulta que el combate a la corrupción ha sido todo menos prioridad de este gobierno. Las principales instituciones dedicadas a esta tarea tuvieron un recorte del 16 % (1508 millones de pesos) entre 2018 y ahora.
La prevención no se ha ensayado más que en una disposición administrativa, buena en su concepción, pero desastrosa en su operación. Para “evitar actos de corrupción en las compras de bienes vía licitaciones”, se anunció que desde el primer día de gobierno, la Oficialía Mayor de Hacienda sería la encargada de centralizar las compras de todos los bienes del Gobierno”. Se dijo que las dependencias seleccionarían sus compras en una plataforma digital tipo Amazon y que la SHCP entraría a una especie de “tienda virtual” en la que se evaluaría a los proveedores. Esto no ocurrió más que, parcialmente, en el caso de los medicamentos y unos cuantos bienes. El resultado fue escasez y desabasto.
Lo que sí ocurrió fue que nadie se ocupó de establecer nuevos procedimientos para evitar licitaciones amañadas, que desde luego las hay. La promesa de observación ciudadana e internacional ha sido prácticamente olvidada, más que para contadas ocasiones. Lo que también ocurrió fue que se elevó el ya de por sí ilegal y escandaloso abuso del mecanismo de adjudicaciones directas típico de los “gobiernos neoliberales”. Junto con ello, el desacato al destino del gasto aprobado por la Cámara de Diputados para ser usado de manera discrecional y opaca por la presidencia: otra característica de los gobiernos corruptos del pasado que el presidente López Obrador ha utilizado más que ningún otro.
En materia de promoción de la denuncia tampoco hay gran cosa. Entre 2019 y 2020 la Secretaría de la Función Pública (SFP) presentó 485 denuncias ante la Fiscalía General de la República de las cuales sólo se han concluido 8, o sea, 1.6 %. En julio de 2019 se lanzó una plataforma Alertadores contra la Corrupción para tres conductas: desvío de recursos, cohecho y peculado. La SFP presume haber recibido 4530 alertas y haber integrado 523 denuncias, un porcentaje (11 %) similar al de la impunidad en México. Y se dice “presume”, porque en el portal de la dependencia no hay base de datos alguna que se pueda consultar y verificar. Los mexicanos siguen sin denunciar porque se sabe que hacerlo no tiene efecto alguno. De los pocos que se animan a hacerlo, no sabemos ni qué denuncian ni qué suerte corrieron sus denuncias porque la información no se hace pública.
Siguen la detección, investigación e integración de expedientes. De nuevo, un pobre desempeño. Las tres se han concentrado en el pasado dejando pasar o minimizando los escándalos de corrupción de la administración en turno.
Las dos investigaciones más “vistosas” del pasado —la Estafa Maestra y Odebrecht— no sólo fueron producto de investigaciones periodísticas independientes sino que, al igual que antes, han servido a propósitos políticos más que a los de justicia. No se ha usado la misma vara para investigar y publicitar los actos de corrupción del nuevo gobierno: Pío López Obrador, Felipa Obrador, superdelegados, IMSS, ventiladores, propiedades de Bartlett, Fideicomiso de Morena, compras de Pemex.
Por si fuera poco, y también como en el pasado, la detección de todos estos escándalos no ha sido producto de la labor del gobierno, sino del periodismo independiente o de las organizaciones de la sociedad civil. La integración de las carpetas de investigación y los procesos judiciales han sido hasta el momento insustanciales o inocuos. La excepción ha sido en alguna medida la Unidad de Inteligencia Financiera (UIF), pero la mayor parte de sus denuncias y congelamiento de cuentas han tenido como objetivo el combate al crimen organizado.
En el caso de la corrupción se necesita también de un requisito sin el cual ni por asomo se puede hablar de rendición de cuentas: la transparencia en el uso de los recursos públicos. Si no la hay o si está manipulada, simplemente no se puede seguir la pista del dinero, que es lo central en el combate a la corrupción.
La cantidad y calidad de la información pública han disminuido drásticamente en esta administración. La respuesta sistemática de la Oficina de la Presidencia a las peticiones que se hacen para validar las fuentes y las cifras ofrecidas por el titular del Ejecutivo en sus conferencias matutinas es reveladora de la falta de compromiso con la transparencia. Esa respuesta de machote dice: “No existe disposición jurídica que imponga el deber a este sujeto obligado de contar con los insumos o el soporte documental sobre los temas tratados en discursos y mensajes públicos del Titular del Ejecutivo Federal”. La otra respuesta de cajón es la declaración de “inexistencia” de la información solicitada.
Desgraciadamente, no hay indicios de que esta situación vaya a mejorar. Recientemente se informó que dada la austeridad y la pandemia la Auditoría Superior de la Federación (ASF) dio de baja 114 de las auditorías programadas. Además, sin auditorías forenses que son las que involucran “la revisión y el análisis pormenorizado y crítico de los procesos, hechos y evidencias derivados de la fiscalización, para la detección o investigación de un presunto ilícito”, es casi imposible producir trabajos de investigación como la Estafa Maestra. Hasta donde se sabe, ninguna de las grandes obras de infraestructura del gobierno de López Obrador —Dos Bocas, Tren Maya, aeropuerto Felipe Ángeles y Corredor Interoceánico del Istmo de Tehuantepec— está contemplada dentro de las auditorías forenses. Como no lo están tampoco la mayoría de los programas sociales.
No hay mejor ejemplo de la falta de transparencia que el manejo de los recursos dedicados a los programas sociales, más de 300 000 millones de pesos, y que se reparten con clara identidad partidista. Nuevamente se trata de una de las prácticas del pasado más combatida por quienes entonces eran oposición, pero más favorecidas en cuanto llegaron al poder. No hay padrones completos ni confiables, no hay soporte para saber a cuántos beneficiarios realmente llegan los recursos y el subejercicio registrado no es rastreable. En estas circunstancias, no queda más que el expediente de la fe: creerle al presidente que 70 % de los hogares reciben un apoyo del gobierno. De nuevo, aunque esto fuese cierto, la agencia de Gestión Social y Cooperación (Gesoc) estableció que el 67 % del presupuesto ejercido en los programas sociales federales se destinó a “programas opacos o con desempeño limitado”. Esto también es corrupción.
¿Qué sí se ha hecho en materia de corrupción? Se han hecho cambios en el orden jurídico que revelan claramente el enfoque punitivo favorecido por este gobierno: ampliación de delitos con prisión preventiva oficiosa (uso de programas sociales con fines electorales, enriquecimiento ilícito, ejercicio abusivo de funciones), extinción de dominio, equiparación de fraude fiscal con crimen organizado y la supuesta desaparición del fuero presidencial.
Todas estas leyes están sujetas a controversias constitucionales y acciones de inconstitucionalidad por violar derechos fundamentales como la presunción de inocencia. En este casillero se inserta también la consulta popular, que fue vendida para enjuiciar a los expresidentes y que gracias a la Corte acabó en la absurda pero muy popular pregunta de si se quiere que se esclarezcan las decisiones políticas tomadas en los años pasados por los actores políticos para garantizar la justicia y los derechos de las posibles víctimas.
Y, ¿por qué este enfoque punitivo? Primero, porque es popular y tiene réditos políticos: nueve de cada diez personas en México apoyan la imposición de penas y castigos más severos para reducir la corrupción. Segundo, porque es más fácil cambiar una ley que hacerla valer. Es irreal pensar que en un país con 97 % de impunidad elevar las penas sea una medida medianamente efectiva. No lo es. La impunidad sigue en los mismos niveles de siempre.
El último ingrediente de la estrategia contra la corrupción ha sido la prédica sobre la austeridad, la moralidad y la ética del nuevo gobierno. La austeridad puede ser loable si no ahoga el funcionamiento del gobierno ni lo convierte en un gobierno de aficionados, cosa que está sucediendo. Pero la homilía diaria sobre la austeridad, la moralidad y la ética difícilmente ataja la corrupción.
La palabra “corrupción” es la segunda más usada —sólo detrás de la palabra “pueblo”— en las conferencias matutinas. Fue usada 1366 veces hasta el 14 de diciembre de 2020 (http://www.spintcp.com/). El exceso no sería tan malo si se hablara de corrupción para ofrecer un plan, un programa, un conjunto de medidas para combatirla o simplemente información verificable. Todo esto está ausente. La corrupción y la impunidad, como el resto de los asuntos de política pública en México, se tratan con mucha ligereza y frivolidad. No hay resultados de la supuesta lucha contra la corrupción. No puede haberlos cuando en lugar de una política coherente e integral lo que se nos ha dado es demagogia discursiva, noticias falsas, selectividad y proclamas de moralidad incomprobables.