Por Víctor Aguilar

Ciudad de México, a 01 de enero del 2017

Una línea moral es todo lo que impide que un “cuchillo cebollero” (Jaime Hugo Talancón) se use para fines distintos a los que indica su nombre. Si alguien la cruza y asesina con él, ¿deberíamos prohibir todos los cuchillos cebolleros? ¿El cuchillo provocó el crimen? ¿Todo el que tiene uno lo usa para matar? ¿Si se suprimen los cuchillos se evitarían los asesinatos? Con el mismo principio debemos reflexionar sobre el fuero. ¿Eliminarlo acabará con la impunidad de los servidores públicos? ¿Vuelve a sus titulares más proclives a cometer delitos? ¿Puede la democracia prescindir de él?

La asociación entre los políticos y la corrupción ha posicionado la desaparición del fuero en la agenda pública: al menos seis entidades federativas están considerando modificar sus constituciones locales en la materia; Veracruz acotó considerablemente el fuero estatal y Jalisco lo eliminó por completo de su marco jurídico. A nivel federal las consignas de “fuera el fuero” resuenan con fuerza. Los senadores del Partido de la Revolución Democrática (PRD) anunciaron que renunciaban a dicha protección constitucional. Entre 2003 y 2016 al menos 13 iniciativas legislativas de reforma proponen eliminar o acotar el fuero federal. Eliminar el fuero podría ser un balazo en el pie para una democracia joven con un sistema de justicia débil. En la euforia de la lucha contra la corrupción y la impunidad, un factor crucial ha estado ausente: la discusión crítica que traspase eslóganes, aclare conceptos y nos acerque a una propuesta coherente para nuestra realidad política. Reformar la figura, antes que eliminarla, sería un camino más acertado.

El fuero es la protección que impide que ciertos funcionarios sean procesados penalmente si ésta no ha sido retirada primero por el órgano competente. En su concepción original tenía como objetivo fungir como contrapeso para proteger la libertad de expresión e independencia de los representantes de los ciudadanos: los parlamentarios.

Sus orígenes se remontan al concepto de inmunidad parlamentaria, en el seno del Parlamento inglés, cuando en 1397 la Cámara de los Comunes denunció las escandalosas costumbres de la corte de Ricardo II de Inglaterra y las excesivas cargas financieras de su régimen. Thomas Haxey, el parlamentario que había liderado la iniciativa, fue llevado a juicio y sentenciado a muerte por traición. Cuatro siglos después la revolución francesa establecería (1789 y 1790) tanto la inviolabilidad de los parlamentarios galos por las opiniones que manifestaran durante sus mandatos, como el privilegio que les eximiría de ser incriminados sin el consentimiento de la Asamblea. Este modelo dual francés de inviolabilidad/inmunidad procesal influiría en el reconocimiento de la inmunidad parlamentaria en el resto de Europa y, posteriormente, en otras partes del mundo.

En una rápida comparación entre naciones se pueden identificar, en un extremo, países como Gran Bretaña y Colombia que, en línea con el espíritu original de la inmunidad parlamentaria, sólo otorgan inviolabilidad a sus legisladores por las opiniones y decisiones que expresen en el desempeño de sus funciones; en el otro, se encuentran naciones como Guatemala, que otorga inmunidad procesal a 35 tipos diferentes de funcionarios: desde el presidente de la República, hasta candidatos a alcaldes y diputados y los subdirectores generales de la Policía Nacional Civil. En medio, destacan Estados como Noruega y Singapur, cuyos legisladores son los únicos funcionarios que pueden tener inmunidad procesal y únicamente mientras se dirigen al recinto parlamentario, cuando se encuentran en él y al momento de abandonarlo.

El fuero en México abarca tanto la inviolabilidad (artículo 61 de la Constitución) como la inmunidad procesal (artículo 111) de la que gozan ciertos funcionarios de alto rango. Este artículo 111, sin incluir la palabra fuero, detalla el mecanismo, los delitos y los funcionarios contra los que no es posible proceder penalmente a menos de que la Cámara de Diputados emita, por mayoría absoluta, una declaración de procedencia, es decir, los desafuere. A nivel federal gozan de inmunidad procesal contra cualquier delito de tipo penal un total de 683 funcionarios públicos: 20 integrantes del Poder Ejecutivo, 628 legisladores, 24 miembros del Poder Judicial y 11 consejeros del Instituto Nacional Electoral (INE). A ellos se añaden cuando menos mil 860 funcionarios estatales que se encuentran protegidos contra acusaciones penales del nivel federal (ver tabla 1).

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Adicionalmente, cada constitución local puede otorgar fuero a ciertos funcionarios estatales. El presidente de la República, por su parte, goza de un régimen especial de inmunidad y sólo puede ser acusado por traición a la patria y delitos graves del orden común siguiendo un procedimiento similar al del juicio político.

En México no existe un fuero, sino muchos. Romper el círculo de la confusión ayuda a saber lo que queremos exigir y cómo hacerlo. ¿Deseamos eliminar la inmunidad del presidente de la República?; ¿la inviolabilidad por opiniones de los legisladores federales?; ¿la inmunidad procesal de los funcionarios federales, la de los funcionarios estatales o ambas? ¿Todas las anteriores?

 

A diferencia de la declaración de procedencia (o desafuero), el juicio político consiste en la posibilidad de suspender e inhabilitar a ciertos funcionarios públicos cuando sus actos u omisiones redunden en perjuicio de los intereses públicos fundamentales o de su buen despacho (artículo 109). Su naturaleza, eminentemente política, explica que desde 2003 existan 356 solicitudes de juicio político que ni siquiera han sido examinadas por la Subcomisión de Examen Previo de la Cámara de Diputados. En contraste, de las 45 solicitudes de declaración de procedencia que la Cámara baja recibió durante ese mismo periodo y que fueron ratificadas, cuatro culminaron en desafuero: las interpuestas contra René Bejarano (2004), Andrés Manuel López Obrador (2005), Julio César Godoy (2010) y Lucero Sánchez (2016).

El juicio político es bicameral e independiente de cualquier procedimiento penal adicional: la Cámara de Diputados acusa y la Cámara de Senadores impone la sanción. La declaración de procedencia, en cambio, depende de la Cámara de Diputados, generalmente va acompañada de una denuncia penal y, sin establecer sanciones, se limita a retirar al funcionario su inmunidad procesal para que los tribunales correspondientes puedan actuar. Si en el proceso judicial el funcionario es declarado inocente, éste puede volver al cargo y recobra sus privilegios. Un funcionario destituido por medio del juicio político no necesariamente enfrenta un proceso penal adicional, pero pierde el cargo y, en consecuencia, su inmunidad procesal (ver figura 1).

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Aunque el fuero inició como un contrapeso, en más de un país abrió la puerta a la impunidad y los abusos. El narcotraficante colombiano Pablo Escobar gozó de inmunidad procesal mientras fue diputado. En 1991 Colombia eliminaría dicha figura jurídica de su Constitución. En México destaca el caso de Julio César Godoy Toscano, quien ya electo diputado federal entró escondido en una camioneta a San Lázaro para evitar la orden de aprehensión que pesaba sobre su cabeza, tomar protesta y obtener inmunidad procesal por los cargos de delincuencia organizada que enfrentaba. Aunque fue desaforado, su ejemplo constituyó la antítesis de Haxey: el fuero no como protección contra el abuso de autoridad, sino como abuso de ella.

¿Es sensato eliminar el fuero? ¿Acabaría con la impunidad política en México y los Godoyso desbalancearía los contrapesos actuales? Como botón de muestra analicemos un par de ejemplos y contraejemplos. El 20 de mayo de 2016 el Parlamento turco aprobó una iniciativa para eliminar de la Constitución la inmunidad procesal de 138 parlamentarios. Promovida por el partido del presidente Erdogan, la propuesta fue aprobada después de que éste acusara a legisladores de oposición de usar su inmunidad para cometer actos de terrorismo. Ese mismo mes, por iniciativa de Javier Duarte, el Congreso de Veracruz acotó el fuero en su constitución local: el ejecutivo estatal, los secretarios de despacho y los presidentes municipales, entre otros funcionarios, perderían su inmunidad procesal, más no los diputados locales. Más que un avance, la iniciativa de Veracruz parece hecha a la medida de las circunstancias políticas de la entidad federativa: fue promovida por el gobernador saliente; constituye la bienvenida que el estado da al primer gobernador de oposición; y fue aprobada por un Congreso que mantiene sus prerrogativas y en el que los partidos que impulsaron la candidatura de Duarte controlan 70% de los escaños.

Por otro lado, la amplia inmunidad procesal que existe en Guatemala no salvó al presidente Otto Pérez Molina quien, presionado por la opinión pública ante un escándalo de corrupción, se vio obligado a renunciar en septiembre de 2015. Un caso similar ocurrió en abril de ese mismo año: la inmunidad parlamentaria le fue retirada a Ilya Ponomarev, el único parlamentario ruso que había votado en contra de la anexión de Crimea en 2014.

La presencia o ausencia del fuero de poco sirve si no hay un sistema de justicia medianamente robusto. Pocos se atreverían a afirmar que la impunidad será menor en Veracruz y en Turquía, que en naciones como Colombia la corrupción haya desaparecido junto con la inmunidad procesal o que la actuación de la Duma contra Ponomarev haya sido justa.

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La Navaja de Occam sostiene que la explicación más sencilla suele ser la correcta. Nada indica, sin embargo, que la respuesta más simple sea la adecuada. La impunidad va mucho más allá de los privilegios políticos. Un delito no denunciado genera tanta impunidad como aquella denuncia cuyo proceso se frena. En México, donde la cifra negra de delitos no denunciados o en los que no se inició averiguación previa alcanza 93.7%, ¿qué tanto contribuiría la eliminación del fuero a combatir la impunidad? Poco, probablemente. Incluso en términos puramente de impunidad política, el problema es más complejo, lo que se hace evidente al analizar los desafueros más recientes: René Bejarano quedó libre tras pagar una fianza, apenas ocho meses después de haber sido encarcelado; el proceso penal contra AMLO —motivado o no políticamente— fue abandonado después de su desafuero; Julio César Godoy continúa prófugo; y Lucero Sánchez, desaforada en mayo pasado, continúa sin enfrentar la justicia gracias a un amparo. El problema es de fondo, no de forma.

Respecto al fuero se abren tres opciones: a) preservar el statu quo, b) eliminarlo o c) acotarlo. Optar por la primera sería hacer caso omiso del legítimo reclamo de que la inmunidad equivale a la impunidad y aceptar que la situación existente es deseable. La segunda contribuiría poco para asegurar que los Julio César Godoys enfrenten la justicia y abriría la posibilidad de desbalancear los contrapesos actuales. La tercera opción, en cambio, permitiría identificar y cerrar las brechas por las que se cuela la impunidad sin minar la autonomía de nuestras instituciones deliberativas.

Un primer paso podría consistir en simplificar, aclarar y transparentar el proceso de la declaración de procedencia. Si bien cualquier ciudadano puede presentar una solicitud de declaración de procedencia contra un servidor público, el proceso y los requisitos son poco claros, y los vacíos legales, abundantes. Adicionalmente, la información sobre el número y estado de las solicitudes de declaración de procedencia, así como las resoluciones de la Sección Instructora, tendrían que ser públicas. ¿Qué explica que de las 45 solicitudes ratificadas que la Cámara ha recibido desde 2003 sólo 17 hayan sido turnadas a la Sección Instructora, 34 se encuentren en proceso y únicamente cuatro hayan culminado en desafuero? ¿Hay razones que justifiquen estas cifras o son un reflejo de impunidad? Sólo la transparencia nos dará la respuesta.

En segundo lugar, el fuero debería limitarse a los servidores públicos cuya autonomía estuviese en peligro de no contar con él. Después de todo, el fuero no es una prerrogativa del individuo, sino de la función que éste desempeña. ¿Son equivalentes las consecuencias de fincar una responsabilidad penal —motivada políticamente— al presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación que al secretario de Turismo? ¿Qué justifica que el secretario de Educación Pública tenga inmunidad procesal pero el titular del INAI no goce de la misma? ¿Quién lo necesita más para poder actuar independientemente, el que está subordinado al Poder Ejecutivo o aquel cuya autonomía emana de la Constitución?

En tercer término, podría considerarse la pertinencia de que los legisladores sean juez y parte del proceso de desafuero. ¿Es la Cámara de Diputados el órgano más competente para retirar la inmunidad procesal a los funcionarios públicos o deberíamos pensar en un organismo más independiente como la Suprema Corte de Justicia de la Nación?

Finalmente, cualquier modificación debe quedar plasmada en un reglamento claro y conciso que incluya las excepciones a la regla. En Bolivia, Brasil, Chile, España e Italia la flagrancia del delito anula la inmunidad procesal. En México, no.

Antes de enterrar al fuero en el panteón de la justicia es preciso analizar el contexto político del funeral y las implicaciones del duelo.

 

Víctor Aguilar
Maestro en administración y políticas públicas por el CIDE.

Agradezco las aportaciones a este artículo de María Amparo Casar, Janet de Luna y Ricardo Alvarado Andalón.