Macarena Rodríguez Farré recuerda el rostro pálido y ojeroso de Olga Ramírez durante un taller de juegos de mesa en el penal femenil de Santa Martha Acatitla, Ciudad de México. No paraba de toser, estaba sin energías y apenas podía respirar. Rodríguez, quien coordina actividades culturales y lúdicas para otras internas, mandó a su alumna al servicio médico, le hicieron una prueba y la aislaron en un área para quienes se contagiaban de Covid-19. Eran finales de abril de 2020. No volvieron a verla en el dormitorio C, el más sobrepoblado de la cárcel.
Tres meses después las custodias confirmaron a las internas la muerte de Olga Ramírez. La versión que escucharon fue que su fallecimiento no había tenido que ver con la pandemia, sino con la diabetes y la hipertensión, dos de los mayores factores de riesgo para los enfermos de Covid-19. Pero después de aquella clase, recuerdan tres internas, los brotes se extendieron a los diferentes talleres: Tania Rodríguez y Camila Oseguera, otras dos mujeres que participaban en un aula de fabricación de guantes para el tinte de cabello, también comenzaron a presentar síntomas asociados al coronavirus.
Testimonio anónimo:
“Hay compañeras que se han puesto muy mal, pero en servicio médico te dicen que fue la diabetes o la influenza. Quieren negar todo”, denuncia Rodríguez Farré. Ella misma, según su perfil clínico, padece hipertensión arterial, poliquistosis renal, artritis reumatoide, gastrocolitis crónica y bronquitis asmática. “Estoy en un estado de angustia permanente, ya que personas con las que he tenido contacto al interior del reclusorio han fallecido con diagnóstico (de Covid)”, declaró en una medida cautelar en la que solicitó su liberación anticipada por la pandemia y su precario estado de salud.
Una exinterna que pidió anonimato por temor a represalias contra su esposo, quien continúa en prisión, cuenta la misma historia: “Te decían que falleció por la diabetes y no era diabetes. En el servicio médico te decían: ‘¡chin!, ¡se le complicó!’”.
Entre los cientos de internas que participaron en los talleres —en la clase de juegos Macanera Rodríguez había 140— solo aquellas con síntomas como fiebre o tos fueron llevadas a la “sala chica” del penal, donde las esperaban enfermeras y doctores con equipos de protección y pruebas PCR. Seis de ellas dieron positivo y las aislaron junto con sus compañeras de celda, sin saber si éstas estaban contagiadas o libres del virus. El área de visita íntima fue acondicionada como módulo de aislamiento. Ahí unas 18 mujeres convivieron juntas durante dos meses.
Las internas entrevistadas dicen que este protocolo continúa hasta hoy. La Subsecretaría del Sistema Penitenciario de la Ciudad de México, por su parte, afirmó a este reportero que en todas las cárceles se separan a los casos confirmados y por otro lado a los sospechosos del resto de la población penitenciaria.
En el penal femenil de Santa Martha, según un informe interno de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) al que Mexicanos Contra la Corrupción tuvo acceso, y una base de datos obtenida vía transparencia, ha habido 84 infectadas y ninguna muerte. El área de comunicación de la Subsecretaría del Sistema Penitenciario de Ciudad de México, sin embargo, aseguró que sí tienen conocimiento de un fallecimiento.
La información sobre la evolución de la pandemia en las 13 cárceles de Ciudad de México ha sido opaca hasta hoy. Ninguna autoridad, ni capitalina ni federal, ha hecho público dónde, cómo o cuándo se producen los contagios y las muertes, y las familias de una decena de reos de diferentes penales denuncian que ellas tampoco recibían noticias en los primeros meses de la crisis sanitaria. De todos modos, según los datos generales que publica cada semana CNDH, aunque la población penitenciaria de CdMx representa poco más de 12% de los reos del país, hasta el martes 9 de febrero en las prisiones capitalinas se habían producido casi la mitad de los contagios -1,561 de 3,250- y cerca de una cuarta parte de las muertes confirmadas oficialmente por Covid en las prisiones del país -55 de 250.
La Subsecretaría del Sistema Penitenciario de Ciudad de México respondió un cuestionario de 20 preguntas sobre el manejo de la pandemia. En su respuesta aseguró que, desde el 16 de marzo de 2020, en coordinación con la Secretaría de Salud y la Comisión de Derechos Humanos capitalinas, se puso en marcha el protocolo para Covid. Entre las medidas adoptadas en marzo estuvieron la toma de temperatura y el gel antibacterial en los accesos a centros, el escalonamiento de las visitas y la sanitización de los penales. En las siguientes semanas, según la versión oficial, se adaptaron espacios para aislar enfermos, se coordinaron ambulancias para traslados a los hospitales, pruebas para internos de nuevo ingreso y la realización masiva de PCR para detectar brotes, más de 18,000 hasta el 18 de enero pasado.
El primer brote oficial en los penales de Ciudad de México, de acuerdo con los mismos documentos de la CNDH y transparencia, se detectó el 17 de abril en el Reclusorio Oriente, donde han ocurrido veinticinco muertes, casi la mitad de los fallecimientos de la pandemia.
Pero el miedo al Covid-19 en Santa Martha había empezado unas semanas antes de esa fecha. Una interna recuerda que el 23 de marzo, el día del cumpleaños de su hija, las custodias comenzaron a aislar solo a aquellas reclusas de nuevo ingreso con síntomas visibles, mientras el resto caminaba por las áreas comunes del penal. Ese mismo día las autoridades penitenciarias alertaron a las mamás que tienen hijos viviendo con ellas en el penal sobre la situación de la pandemia en la prisión y les avisaron de que tenían que decidir si sus hijos se quedaban con ellas o salían con sus familias sin fecha de reencuentro. Macarena Rodríguez, por su parte, dice que a finales de marzo dejó de ver a dos compañeras en los pases de lista de los dormitorios y en el comedor. Se reencontraría dos meses después con ellas, el tiempo de aislamiento en el penal para los casos de Covid.
Las internas de Santha Martha y los familiares entrevistados cuentan que las visitas, el ingreso de comida y artículos higiénicos continuaron durante todo marzo. La única medida de prevención era medir la temperatura a quien ingresaba al penal. A medida que la cárcel se fue aislando, denuncian las mismas fuentes, la pandemia se convirtió en un negocio para los custodios. Las cuotas impuestas para ingresar alimentos pasaron de 100 a 300 pesos, el precio para las visitas íntimas de los 700 a los 2000.
La Subsecretaría de Penales asegura que tanto los medicamentos como los cubrebocas se entregaban de manera gratuita, pero de acuerdo con testimonios de reclusos de cinco cárceles (Oriente, Norte, Sur, SMA varonil y femenil), también se convirtieron en un filón para el negocio. Fármacos básicos como penicilina se comenzaron a vender a 80 pesos la tableta, de ampicilina a 30 pesos y de aspirina a 10.
“Nosotras conseguimos cubrebocas, gafas y todo eso con nuestros propios recursos (…) obviamente eso fue negocio de las custodias y ahora que estoy afuera (veo que) si un cubrebocas costaba 10 pesos, en Santa Martha (te lo vendían) en 30 o 35 y los de tela 50 pesos”, explica una exprisionera que pide el anonimato por temor a represalias.
El manejo de la crisis sanitaria ha derivado protestas. Un video obtenido por MCCI muestra cómo el 12 de mayo pasado decenas de familiares de los internos protestaban con pancartas las afueras del Reclusorio Norte por los supuestos abusos de los custodios. La manifestación, dice una de las presentes, se originó porque las autoridades no les informaban sobre la salud de sus familiares en el interior de la prisión.
En el caso de Santa Martha, las internas cuentan que se estaban organizando para amotinarse, pero que descartaron la idea porque algunas estaban con sus hijos y otras tenían la experiencia de 2009, cuando se manifestaron en medio de la epidemia de influenza y las “molieron a palos”. Macarena Rodríguez, que lleva 12 años en prisión, sí decidió denunciar las condiciones dentro del penal ante la Tercera Visitaduría de la CNDH y el programa de televisión por internet llamado “Prisioneros de Conciencia”, que conduce el ex reo José Humbertus Pérez. Dice que la castigaron dos veces: le negaron el acceso a sus medicamentos y la encerraron en una celda de castigo. Ella la describe como un habitáculo de dos por dos metros cuadrados con una cama individual para tres personas, separada por una pared de un baño sin puerta, sin regadera y un inodoro sin agua corriente. El viento se colaba por los barrotes de una ventana sin cristal. Esas dos semanas durmió en un colchón sobre el piso.
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El 9 de junio de 2020 Julio Enrique Alcandre Calderón murió en el Reclusorio Varonil Oriente, según su acta de defunción, por “insuficiencia respiratoria, neumonía atípica, probable SARS COV-2”. Tenía 66 años. Nadie reconoció su cuerpo y no fue repatriado a Perú. Sus restos descansan en el Panteón Civil de Dolores. Su acta no se emitió hasta el 18 de junio por el médico forense Iván Escartin, quien carga un antecedente de malas prácticas en 2018 por la autopsia del feminicidio de Lesvy Rivera.
El caso de Alcandre Calderón como el de Olga Ramírez no aparece en la base de datos de la CNDH obtenida vía la Ley de Transparencia porque el documento entregado por la CdMx no incluye defunciones sospechosas de Covid-19, como sí lo hicieron otros 13 estados. Aunque, según datos de la Subsecretaría de Salud capitalina, hasta enero había 30 fallecidos por probable coronavirus.
“Esto habla de que no hay un monitoreo adecuado. También es el tema de cuántas pruebas se están aplicando, no hay realmente un control sobre esto”, señala Sofía Talamantes, coordinadora de programa del sistema penitenciario en Documenta, una organización civil por la justicia incluyente. “Los cuadernos mensuales en la parte sobre decesos no dicen por qué murieron, si por una riña o una cuestión natural. No hay información que nos muestre qué es lo que está pasando dentro de los centros penitenciarios en esta pandemia”, añade.
Una de las razones de la falta de información, explica una fuente de la CNDH, es que por el semáforo rojo no se han realizado las visitas de la Comisión Nacional de Derechos Humanos en los 13 penales de la capital. Al inicio de la pandemia la institución solo visitó Santa Martha Acatitla y el Reclusorio Sur. Consultadas al respecto, la CNDH y la Comisión de Derechos Humanos de la Ciudad de México no respondieron a las peticiones de entrevista.
La historia de encierro que cuentan diez reos entrevistados por MCCI y sus familias es que, además del aumento de los precios en comida y medicinas, el aislamiento provocó cuadros de ansiedad y depresión. Alaska R., de 25 años, portadora de VIH, intentó suicidarse por las deudas que acumuló en el penal de Santa Martha. Tuvo que pagar comida, agua y medicinas con su televisión y sus películas. No podía lavar su ropa. El papel de baño en el penal se acabó y lo sustituyeron por jirones de ropa. Cuando empezó la escasez de garrafones, los internos tuvieron que aguantar la sed porque beber agua del penal implica riesgo de llenarse de erupciones en el cuerpo y enfermar de hepatitis. Además, el poco dinero que le quedaba, lo dividía para cuidar a su primo, quien contrajo coronavirus en la sección para hombres de la misma prisión.
Alaska cuenta que, aunque su primo se encontraba en una zona aislada donde no le estaba permitida la entrada, consiguió ingresar porque convenció a los custodios de que era el único familiar que podía ayudar para que no muriera.
“Los tenían tapados de pies a cabeza, momificados […] Para ir a ese lugar, llevaba mi tapabocas, careta, se les daba de comer, pero estaba muy ‘feíta’ la comida. Para que no bajaran sus defensas, le llevaba comida a mi primo, y mi primo sudaba, me decía que se sentía mal, débil, que de repente se sentía bien caliente, que escuchaba voces”, dice Alaska, que salió de prisión hace un par de meses.
La situación de los presos empeoró cuando se retiró el gel antibacterial para los internos en varios penales “por motivos de seguridad”, algo que la Subsecretaría de Penales reconoció. “Quitaron los antibacteriales porque se lo tomaban como si fuera güisqui”, dice Macarena Rodríguez. El pasado 11 de mayo murieron por intoxicación dos personas en sus celdas del Reclusorio Norte. “Hubo fallecimientos (también aquí)», narra otra interna de Santa Martha.
Macarena Rodríguez, asustada por las enfermedades que padece, ya no sale de su celda ubicada en el dormitorio E salvo para lo estrictamente necesario. En las últimas semanas, dice, los contagios han vuelto a repuntar. Dos compañeras, entre ellas su amiga Jobita Lima, están entubadas y murió un administrativo al que conocía como “Lic Fredi”.
Ella solo espera que prospere la solicitud de medidas cautelares basada en la protección de su salud y en las irregularidades de su caso que las organizaciones Reinserta, Colectivo de Litigio Estratégico e Investigación en DH y Pensamiento Penal en México presentaron en agosto pasado ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos para su liberación.
La CNDH ha documentado durante años las condiciones insalubres, la falta de agua y medicinas y la mala alimentación en Santa Martha. En un comunicado del 18 de abril de 2020, la misma Comisión dice que la situación se agrava por la pandemia y “convierten a la población penitenciaria mayormente susceptible de contagio y propagación de ese virus”. Nueve meses después de ver el rostro pálido de Olga Ramírez, Macarena Rodríguez intenta guardar la sana distancia en este penal en quince metros cuadrados.