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La colonia: el legado institucional y moral

Ilustración de Patricio Betteo, cortesía de Nexos.

 

Frente a la magnitud de la corrupción y la impunidad que los mexicanos han presenciado en todos los sectores del gobierno y ámbitos de la vida privada, es tentador preguntarse: ¿cuándo permitimos que la deshonestidad y el desfalco llegaran a los niveles que ahora asfixian al ciudadano? No existe una respuesta concreta para la pregunta que concierne temas tan complejos como la corrupción y la ética del ser humano. Sin embargo, existen ciertos puntos temporales en los que es útil empezar el análisis, y la etapa colonial de México es un ejemplo claro. La época de la Nueva España concretó una estructura y mentalidad que incentivaba el abuso de autoridad y enriquecimiento a costa del bien común. Esto fue resultado de una diversidad de factores cuyas consecuencias todavía apreciamos hoy en día.

Si regresamos en el tiempo, podemos apreciar que, durante la colonia, la aristocracia y los burócratas municipales instauraron y perpetraron diversos actos de corrupción. Un ejemplo fueron los sobornos que recibían para la aplicación irregular de leyes mercantiles, lo que fue solamente la superficie de un sistema que englobó todo el virreinato. La práctica más común (en aquel entonces legal) fue la venta de puestos: el virrey o algún oficial de alto mando vendía la posición de alcalde mayor u otra función burocrática. El virrey también tenía la prerrogativa de asignar los puestos de oidor (juez en la corte) y corregidor, lo que generó un esquema de clientelismo entre los círculos altos del gobierno colonial. El virrey solía dispensar favores o bienes a cambio de lealtad y protección, no con base en el mérito. Esto llevó a un sistema judicial que no regulaba el ejecutivo y que carecía de preparación profesional, permitiendo el florecimiento de peculado y abuso de poder. Esta corte también tenía el poder de juzgar a indígenas, siempre favoreciendo al español (o criollo) y frecuentemente garantizando encomiendas.

Juan de Palafox y Mendoza, clérigo y administrador enviado desde España para reportar sobre el estado del gobierno virreinal, escribió: “en las altas cortes, se hace alguna justicia. Pero los alcaldes mayores no hacen justicia alguna, y serán la ruina de las provincias” (Cañeque, 2013, p. 166). El virrey defendía tales actos porque él mismo había designado a los funcionarios. Del otro lado del Atlántico, la corona española no tenía como prioridad reformar el sistema judicial y administrativo de las colonias cuando no habría beneficio notable para la población ibérica. Los indígenas, quienes generaban la mayoría de la riqueza que después era repartida entre la élite, sufrían las peores consecuencias de la cleptocracia regente.

México también fue víctima de su propio dote natural. La abundancia de minas de oro, plata, y cosechas exóticas, como el cacao, condujo al establecimiento de una colonia semi extractiva. Se crearon instituciones e infraestructura que priorizban el comercio, como gremios o puertos, pero no servicios públicos o un poder judicial que beneficiara a toda la población. El tipo de recursos disponibles en Nueva España llevó a la concentración de tierra y minas en las manos de pocos latifundistas; así, las instituciones presentes reforzaban esta desigualdad. Tal situación presentaba un gran potencial para la corrupción comercial, y desincentivaba la migración de la clase media ibérica, dado que ya existía una élite establecida y pocas oportunidades de enriquecimiento. El México independiente heredó esta estructura, y la nueva élite utilizó y perpetuó esta situación en su propio beneficio. Por ejemplo, hasta 1847, las personas analfabetas tenían prohibido votar. La mayoría de la población indígena no estaba considerada y, en consecuencia, fueron cerradas las avenidas democráticas para instruir el cambio.

La proporción de población europea en México tuvo un impacto adicional en la situación. En las colonias en las que los europeos eran minoría se tenía que llegar a un compromiso con la población nativa para ocupar los puestos de nivel medio o bajo, y el control de los colonizadores en la economía era menor. Si la migración europea era lo suficientemente grande, como fue en el caso de los Estados Unidos, Australia o Canadá, se creaba una clase media significativa que exigía un gobierno responsable y establecía un sistema judicial poderoso para asegurar el respeto de derechos individuales y de propiedad (Ángeles & Neanidis, 2014, p. 321). Sin embargo, el costo que las colonias británicas mencionadas previamente incurrieron para la creación de esta clase media fue la aniquilación casi total de los habitantes indígenas.

Desafortunadamente, México se encontró en medio de ambos escenarios. La migración europea fue tan significativa que todos los puestos administrativos fueron ocupados por españoles y no fue necesario comprometerse con la población indígena para ayudar con la gestión del virreinato, pero no fue suficiente para crear una clase media poderosa que se rehusara a aceptar un gobierno deshonesto e impune. En consecuencia, no se estableció un poder judicial independiente que protegiera a los ciudadanos comunes, ya que estos eran indígenas. Dado que no existía oposición alguna, la élite tenía espacio para llevar a cabo actos de corrupción masivos en detrimento de la población nativa.

La colonización española heredó a la nación un sistema legal que determina la capacidad de defensa del ciudadano contra el estado. En Nueva España se practicó la ley civil que era utilizada en Europa continental. La ley civil está basada en códigos y no en casos, y es utilizada para el establecimiento del estado y regulación del sector económico. Un ejemplo contemporáneo es el fuero político, que evita que legisladores o parte del ejecutivo sea juzgado mientras sigue en funciones. En contraste, las colonias británicas practicaban el sistema de common law (ley común), en el que la acción crea la ley. Fue basado en la idea de proteger al parlamento y a los propietarios del soberano, y es más apto en la defensa del ciudadano contra el Estado ya que existe un mayor rango de faltas por el cual el gobierno puede ser juzgado. Suele poner más énfasis en el procedimiento jurídico que el establecimiento de jerarquía. Esto influye en que, empíricamente, las excolonias británicas tienen un menor índice de percepción de corrupción que aquellas colonizados por los españoles, franceses, holandeses o portugueses (Treisman, 2000, p. 402).

Durante la época de la colonia existía una idea europea, no sólo aplicable a los españoles, de que los actos inmorales en Europa no era necesariamente inmorales en las colonias. Tal idea es conocida como moralidad geográfica, y es demostrada por el juicio a Warren Hastings en 1787. Hastings fue gobernador del estado de Bengal en el Raj Británico y fue acusado de corrupción y abuso de autoridad. En su defensa, él afirmó que “el poder arbitrario estaba en la constitución asiática”, y posteriormente fue absuelto (Ala’i, 2000, p. 887). Estos fueron los primeros casos de justificación de actos de corrupción, y en México esta excusa ha evolucionado y actualmente toma la forma de “el que no tranza no avanza” u otras frases populares.

Ahora bien, la única manera de convencer a los españoles de dejar su hogar para ir a las colonias era con la promesa de riqueza, ya que el honor y servicio a la corona solían ser motivaciones insuficientes. Consecuentemente, los funcionarios ibéricos anclaban con la expectativa de extraer lo más posible durante su mandato antes de ser recolocados. No cabe duda de que tal actitud sigue reflejada en el sistema político de México.

En conclusión, los españoles (o los mexicanos) no son inherentemente corruptos porque la corrupción no es genética o étnica. Los actos deplorables en la colonia fueron el resultado de una élite poderosa sin restricciones y sin un poder judicial capaz de vigilarlos, y donde existía una posibilidad de rentas muy alta por el dote natural de México. Esta situación se reprodujo a lo largo del tiempo, adecuándose a los nuevos sistemas y las nuevas generaciones, en varios casos utilizando las mismas instituciones.

Existen varios estudios que profundizan en los temas mencionados en este artículo. Alejandro Cañeque relata la vida política, económica y cultural en Nueva España en el libro “The King’s Living Image: The Culture and Politics of Viceregal Power in Colonial Mexico” (2013). Christoph Rosenmüller detalla el funcionamiento del poder judicial colonial y su conexión con la corrupción en la obra “Corruption and Justice in Colonial Mexico, 1650-1755” (2019). William Easterly y Ross Levine relacionan el dote de recursos naturales con el desarrollo económico y social en “Tropics, germs, and crops: how endowments influence economic development” (2003). Luis Angeles y Kyriakos Neanidis estudiaron el efecto de cantidad de migrantes europeos en la corrupción actual percibida en un país en “The Persistent Effect of Colonialism on Corruption” (2014). Daniel Treisman compara el impacto de los sistemas legales británicos y de Europa continental en las colonias en “The causes of corruption: a cross-national study” (2000). Finalmente, Padideh Ala’i relata el juicio de Warren Hastings y analiza el concepto de moralidad geográfica en “The Legacy of Geographical Morality and Colonialism: A Historical Assessment of the Current Crusade against Corruption” (2000).

 

Luis Correia es estudiante de Filosofía, Política y Economía en King’s College London, Reino Unido. Interesado en historia y desarrollo de América Latina.

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