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¿Por qué es tan difícil abrir la caja negra del nuevo aeropuerto?

Ilustración de Patricio Betteo, cortesía de Nexos

Vivimos tiempos de incertidumbre y ansiedad. Los procesos electorales son un terreno muy propicio para que estas emociones funjan de armas para atacar al adversario o catapultar liderazgos. En México, donde suenan con fuerza los tambores de las elecciones, el debate sobre la construcción –ya en curso– de Nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México (NAICM) empieza a jugar un papel relevante como movilizador político, en un contexto con votantes más intolerantes ante la corrupción. Una parte importante de esta discusión se ha centrado en revisar o no de los contratos a particulares relativos a los que, según datos oficiales, es el segundo aeropuerto en construcción más grande del mundo.

Dado que se trata de una caja negra tan importante y de tanto peso, algunos argumentan que es mejor mantenerlo cerrada y cuidarla. Pero porque es tan importante y de tanto peso, se revira, la caja negra debería abrirse para disipar las dudas sobre su contenido. Aquí se ofrecen tres argumentos que deberían tenerse presentes para entender el debate público sobre abrir o no la caja negra del NAICM, aunque pudieran trascender a otras discusiones que aluden presuntos casos de corrupción.

1.- A pesar de que el sector de las contrataciones públicas es percibido en México como altamente corrupto, según un estudio de México Evalúa de 2016, éste podría volverse un poderoso detonante de crecimiento económico, siempre y cuando se eleven los estándares para seleccionar las obras que se llevarán a cabo, se transparenten los procesos de contrataciones, y se asegure la correcta ejecución de las contrataciones. Lamentablemente, la relación entre agentes gubernamentales y privados es un campo fértil de “pagos corruptos para obtener grandes contratos [del Estado] (…) que generalmente constituyen el coto de grandes negocios y funcionarios de alto nivel”[1]. Manifestaciones de estas relaciones corruptas son obras públicas con precios inflados (producto de los beneficios a distribuir), baja calidad (que puede derivar en trágicos accidentes), e inflación en los sectores de la economía más propensos a la corrupción.

Es cierto: escudriñar todos los procesos de contratación entrañaría una tarea titánica, que podría prolongarse por un tiempo desesperante (determinar las obras contratadas por encima de los precios del mercado, identificar empresas favorecidas por los agentes gubernamentales, evaluar la idoneidad de los materiales utilizados, entre otras). Sin embargo, nuevas generaciones de estudios científicos sobre la corrupción han demostrado la efectividad de diversas técnicas estadísticas, especialmente pertinentes en la etapa actual de acceso a grandes cantidades de datos fruto de las reformas impulsoras del Gobierno Abierto,[2] que facilitan la identificación de las redes y las condiciones que incrementan los riesgos de corrupción en el campo de las contrataciones públicas.

Ilustración de Patricio Betteo, cortesía de Nexos
Ilustración de Patricio Betteo, cortesía de Nexos

2.- La corrupción, a final de cuentas, es el reflejo de un entramado de relaciones de poder. Si nos escapamos de la disputa interminable por definir el ambiguo término corrupción, para centrarnos en la idea conceptual que evoca la mayoría de sus definiciones[3] -“el abuso de los puestos públicos para el beneficio privado en detrimento del interés público”-, vendrá a la mente la imagen de un sistema delineado por las relaciones de abuso coordinadas, a través de sus prácticas más habituales, entre el poder político con el económico para extraer beneficios privados que pueden llegar a capturar sectores completos del Estado. Una imagen así de densa, pintada con nombres y apellidos, tiene el potencial de impactar a cualquiera; aunque aquí sólo se está especulando, existen ejercicios bien documentados para otros casos.[4]

Al respecto, hace años Samuel Huntington[5] propuso la siguiente hipótesis: donde las oportunidades económicas son más abundantes que las políticas, la gente tenderá a utilizar su riqueza para comprar poder político, pero donde las oportunidades políticas exceden las económicas, el poder político se utilizará para ganar riqueza. El análisis de esta información pondría en la mesa interrogantes en esa dirección: ¿dónde se origina verdaderamente el poder político? ¿Es éste una expresión del poder económico o el poder político busca expandir su coto económico? ¿Cómo se distribuye el poder? ¿Dónde funcionan verdaderamente los controles al poder? ¿Qué instituciones habría que crear para corregirlas?

3.- Si están a la mano los métodos para apurar el análisis, identificar prácticas corruptas y existen poderosos argumentos para emprender estas investigaciones, ¿por qué genera tanta polémica y resistencia siquiera sugerir que se abra la caja negra del aeropuerto u otra de parecido tamaño? La realidad es que erradicar la corrupción –entendida en abstracto– genera múltiples adeptos, pero, al identificar luchas concretas, la coalición de apoyo suele romperse. ¿Por qué?

Algunas respuestas apuntan hacia problemas de acción colectiva. Primero: pretender implementar medidas anticorrupción implica la posibilidad de perder beneficios –sean económicos, conexiones con el poder o de prestigio- bajo la promesa de que en un futuro recibiremos a cambio un bien colectivo (por ejemplo, mejor bienestar fruto de menor corrupción). Muchos ciudadanos dudarán de la disposición general real para hacer estos sacrificios –respetar la ley o pagar impuestos, por ejemplo-, que terminan por trasladar el peso de la medida a otros. En los hechos, pocas instituciones sobreviven por sí solas a este efecto boicoteador del free rider.

Segundo, y todavía más difícil de vencer: los países con altas tasas de corrupción suelen enfrentar también problemas de altos niveles de desconfianza y desigualdad social. Por lo que muchas medidas destinadas a controlar y castigar la corrupción son percibidas con suspicacia e interpretadas como armas políticas para atacar al contrario y beneficiar a quienes las impulsan. La animosidad generada entre rivales políticos se traslada a sus bases de apoyo político-electoral, polarizando a la ya de por sí dividida sociedad, lo que mina la credibilidad de las nuevas medidas que buscarían alterar las relaciones de poder. Caer en esta trampa de alta desconfianza y desigualdad,[6] implica el bloqueo de los esfuerzos por controlar y castigar la corrupción, que es muy difícil destrabar. Y en esas estamos.

 

Carlos Vázquez Ferrel. Es Doctor en Ciencia Política por la Universidad de Salamanca, España, e Investigador en Política Pública en la Escuela de Gobierno del Tec de Monterrey.

[1] Susan Rose-Ackerman, La Corrupción y los Gobiernos. Causas, Consecuencias y Reformas. Madrid: Siglo XXI Editores, 2001.

[2] El European Journal on Criminal Policy and Research dedicó un número especial (Volumen 22 Issue 3, September 2016) a estos nuevos estudios.

[3] Veanse para a la definición clásica a  J.S. Nye, ‘Corruption and Political Development: A Cost-Benefit Anaysis’, American Political Science Review, 61.2 (1967), 417–27. Para una definición reciente a Oskar Kurer, ‘The Definition of Corruption’, en Routledge Handbook of Political Corruption, ed. by Paul Heywood (New York: Routledge, 2015), pp. 30–41. La definición más difundida es de https://www.transparency.org/en/what-is-corruption/.

[4] Mihály Fazekas and István János Tóth, ‘From Corruption to State Capture: A New Analytical Framework with Empirical Applications from Hungary’, Political Research Quarterly, 69.2 (2016), 320–334.

[5] Samuel Huntington, Political Order in Changing Societies. Clinton: The Colonial Press Inc., 1968.

[6] Sobre la trampa de la corrupción, desconfianza y desigualdad véase Bo Rothstein, The Quality of Government. Corruption, Social Trust and Inequality in International Perspective. Chicago: The University of Chicago Press, 2011.

 

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