La gran corrupción es para algunos un tema de exhibición moral o de campañas políticas. Para el ciudadano común, la corrupción significa subdesarrollo económico, crimen, desigualdad, sufrimiento y muerte. ¿Lo último parece una exageración? Hoy existe evidencia de que la corrupción mata indirectamente a 140,000 niños menores de cinco años a nivel mundial (Hanf et alii, 2011), la más visible de una serie de funestas consecuencias. No obstante, hoy tenemos la sofisticación científica necesaria para controlar esta enfermedad social. Lo primero que hay que hacer es responder dos preguntas fundamentales: ¿por qué nos corrompemos? ¿Por qué unos más y por qué otros menos? En esta contribución al blog, dedicada a los individuos, presento una breve síntesis basada en la respuesta que da la economía conductual a la pregunta del millón: ¿por qué?
Dos hechos destacan en torno al fenómeno de la corrupción: sabemos poco de porqué sucede y nuestras soluciones de política pública son más ejercicios de prueba y error, o palos de ciego, que tiros de precisión con conocimiento de causa, efecto y retroalimentación.
Hasta el día de hoy, nuestra mejor apuesta ha sido una combinación de diseño institucional y voluntad política. Las contadas –y por ello mismo sobresalientes— experiencias de éxito en el control de la corrupción han sido producto de la férrea voluntad de líderes políticos combinada con años, y a veces décadas, de prueba y error en el diseño de instituciones. El ejemplo paradigmático es la creación de la Comisión Independiente contra la Corrupción (ICAC por sus siglas en inglés) de Hong Kong en 1974, que hasta nuestros días es el arquetipo de la agencia anticorrupción, tanto así que los estudiosos del fenómeno la llaman el modelo universal (Heilbrunn, 2004). Sin embargo, ésta y otras soluciones están dispersas en el tiempo y rara vez se replican con éxito en otros contextos.
Para lograr esos tiros de precisión que requerimos, propongo analizar los principios comportamentales generales para entender las causas a nivel microsocial, así como su interacción estructural con otras variables para comenzar a confeccionar soluciones de política pública de escala nacional. Como el problema de la corrupción y su solución aún están tan alejados uno del otro, propongo construir como se construyen los puentes, es decir, empezar por los extremos. De tal forma, se aprovecha el trecho que ya se construyó mediante el proceso de prueba y error sin perder detalles de la investigación teórico-experimental. En esta breve reflexión procedo deductivamente para comenzar a construir un lado de este puente.
Deducciones sobre la corrupción
La evidencia científica reciente sugiere que la gran mayoría de los seres humanos somos corruptibles. Los estudios sobre economía del comportamiento han trabajado sobre una idea controvertida, pero demostrable: si se presenta la oportunidad, y con motivos suficientes, la mayoría de las personas es susceptible de corromperse. Así lo expone Dan Ariely en Predictably Irrational (2008); este libro presenta algunos resultados sobre experimentos llevados a cabo en los laboratorios de ciencias del comportamiento de la Universidad de Duke y en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT).
En uno de estos experimentos, al que incluso se pudo tener acceso en un documental de Netflix titulado (Dis)Honesty: The Truth About Lies, Ariely demostró que con supervisión, los estudiantes del MIT eran totalmente honestos sobre su desempeño en una prueba matemática cuyos buenos resultados eran premiados monetariamente. No obstante, al retirarse la supervisión, cerca del 70 por ciento mintió sobre su resultado (Ariely, 2008:220).
La observación que aporta esta clase de resultados, que se derivan de experimentos llevados a cabo en entornos controlados y con cierto sesgo de selección, no es nueva. En un nivel de agregación diferente y con otra metodología, un estudio ya clásico como Fairness and Retaliation: the Economics of Reciprocity, de Ernst Fehr y Simon Gächter, demostró que los individuos que se involucran en la explotación de bienes comunes mantienen un nivel mucho más alto de compromiso cuando existen mecanismos de sanción para la evasión de las responsabilidades (Fehr & Gächter, 2000:167).
La gráfica explica que cuando no existen mecanismos que castiguen a los individuos por reducir sus contribuciones a un fondo común –como los impuestos—, la contribución promedio tiende a descender sin importar si se trata de un grupo de extraños o de personas que se conocen entre sí. Por el contrario, la existencia de sanciones parece asegurar un nivel estable, e incluso creciente, de contribución.
La moraleja detrás de estas evidencias apunta a que no existen diferencias morales categóricas entre los seres humanos. Sea que los individuos se encuentren entre extraños o entre compañeros de escuela, sea que se trate de contribuir a la comunidad o de ganar una recompensa, todo parece indicar que los fenómenos de corrupción florecen con la oportunidad.
El mismo Dan Ariely, en otra de sus obras, ofrece una explicación para este proceso. De acuerdo con el académico, existen varios mecanismos psicológicos que los individuos usan para facilitar la violación de códigos éticos o morales. La función de estos mecanismos es justificar las acciones desviadas de las normas para evitar el daño de la autoimagen de los individuos y eludir posibles problemas de adaptación social sin renunciar a las ganancias que ofrece la corrupción. Esto es lo que Ariely (2012:20) llama el factor difuso.
Recurramos a un sencillo ejemplo. Cuando un individuo roba un banco, este puede pensar que se trata de “un crimen sin víctimas”; cuando un funcionario público malversa fondos en un entorno proclive a la corrupción, podría pensar que si no desvía él o ella los recursos, alguien más lo hará y, en última instancia, es mejor que se beneficien los propios a los extraños. Este comportamiento es un ejemplo de este amplio catálogo de recursos psicológicos que parecen estar presentes en la mayoría de los individuos.
De estas deducciones es posible sacar conclusiones para las políticas públicas: si corromperse no es un asunto de calidad moral individual, entonces la solución pasa por dos condiciones: la existencia de sanciones y de alguien dispuesto a ejercerlas sin distinciones. Como en la famosa tragedia de los comunes de Garrett Hardin, si no hay un árbitro que modere la explotación o el acceso al pastizal –o al erario—, puede suceder que los pastores, uno tras otro, comiencen a explotarlo en desmedida para su beneficio individual, aunque todos y cada uno de ellos sepa que, eventualmente, no quedará nada para nadie.
_______________________________________
Antonio Villalpando Acuña. Sociólogo, economista y maestro en políticas públicas comparadas. Twitter: @avillalpandoa
Referencias
Ariely, Dan (2008). Predictably Irrational. The Hidden Forces That Shape our Decisions. Estados Unidos: Harper Collins.
————— (2012). The Honest Truth about Dishonesty. Estados Unidos: Harper Collins.
Fehr, Ernst & Simon Gächter (2000). “Fairness and Retaliation: The Economics of Reciprocity”. Journal of Economic Perspectives, Vol. 14, No. 3. Estados Unidos: American Economic Association.
Hanf, Matthieu, Astrid Van-Melle, Florence Fraisse, Amaury Roger, Bernard Carme & Mathieu Nacher (2011). «Corruption Kills: Estimating the Global Impact of Corruption on Children Deaths». PLOS ONE. Estados Unidos: Public Library of Science.
Heilbrunn, John R. (2004). “Anti-Corruption Commissions: Panacea or Real Medicine to Fight Corruption?”. Estados Unidos: World Bank Institute.