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Darle más poder al poder: la presidencia presupuestal

El presidente publicó un decreto para detener el presupuesto de todo, salvo sus programas y proyectos, y envió una iniciativa para ejercer el gasto sin ninguna restricción democrática.

Ilustración de Patricio Betteo, cortesía de Nexos

El Presupuesto de Egresos de la Federación (PEF) ha sido un chiste por muchos años. El documento más importante que aprueba la Cámara de Diputados, en el que se ponen con pesos y centavos las prioridades del gobierno, históricamente no ha sido más que una carta de buenas intenciones que acaba siendo modificada discrecionalmente desde las oficinas de la Secretaría de Hacienda (SHCP). Año con año, el gasto real del gobierno termina siendo muy diferente de cómo se había presupuestado originalmente porque todo el tiempo se utiliza una figura conocida como “adecuaciones presupuestarias”. Esto no es ninguna novedad.

A pesar de ello, no deja de ser desconcertante, preocupante y francamente desolador el leer la iniciativa que el presidente López Obrador envió al Congreso el pasado jueves 23 de abril por la noche. En términos sencillos, el presidente busca enterrar por completo la simulación del PEF para dejar claro un mensaje: en México nadie decide cómo va a gastarse el dinero más que él; nada ni nadie puede oponerse a la voluntad presidencial y, mucho menos, cuando se trata de dinero. Esto es una regresión al presidencialismo más rancio y tóxico, a la vez que evidencia un profundo desprecio por la democracia y las instituciones. Tendremos que ir por partes para desmenuzar esta valoración.

Antes que nada, hay que decir con todas sus letras que no hay ningún pasado que extrañar: antes no estábamos mejor. A pesar de que el diseño constitucional del sistema político mexicano señala que la aprobación del presupuesto del gobierno es una facultad de la Cámara de Diputados, en la práctica resulta que la capacidad de injerencia de los legisladores en el presupuesto ha sido mínima: por un lado, hay una asimetría de información y capacidades con respecto a la Secretaría de Hacienda durante la negociación del presupuesto;  por el otro, están imposibilitados de hacer algo ante modificaciones durante el ejercicio del gasto. Esto se debe a que las ya conocidas adecuaciones presupuestarias son realizadas de manera unilateral por los ejecutores de gasto y la SHCP y, de acuerdo con el artículo 58 de la Ley Federal de Presupuesto y Responsabilidades Hacendarias (LFPRH) —la ley que regula cómo funciona el PEF y qué hace cada quién en este proceso— éstas son informadas a los diputados una vez realizadas y lo único que pueden hacer al respecto es emitir una opinión; es decir, nada.

Esto ha permitido que múltiples áreas del presupuesto que no estaban originalmente aprobadas terminaran aún más beneficiadas por decisión del Ejecutivo. Por ejemplo, entre 2013 y 2018 el presupuesto aprobado para el gasto de comunicación social del gobierno de Enrique Peña Nieto fue de 16,708 millones de pesos, pero en realidad se ejercieron más de 48,231 millones: casi tres veces más de lo que señalaba el PEF. La única capacidad de control de los diputados es mediante la intervención de la Auditoría Superior de la Federación, pero su participación se da mucho tiempo después de que el gasto ya fue redireccionado, lo cual limita su efectividad.

Esta discrecionalidad resulta ser una anomalía respecto a los países democráticos, pues prácticamente en todos se requiere participación legislativa cuando se pretende realizar modificaciones importantes al presupuesto ya aprobado. La aprobación del Poder Legislativo es tan importante que en Estados Unidos, por ejemplo, hemos sido testigos de múltiples cierres del gobierno que no terminan hasta que hay un acuerdo parlamentario; eso explica por qué las medidas para apoyar a la población por el coronavirus también tuvieron que ser aprobadas por las cámaras. En México, por el contrario, el Poder Ejecutivo ha mantenido una capacidad de ejercer el poder de la bolsa al limitar la participación legislativa a una posición estrictamente ceremonial.

Esta anormalidad democrática ha sido señalada en diversas ocasiones. Incluso desde Morena.  Cuando eran oposición, presentaron una iniciativa de reforma para limitar esta discrecionalidad presupuestal en manos del presidente. Pero la perspectiva cambió cuando llegaron al poder. ¿Para qué perder el tiempo con nimiedades como la discusión democrática si el poder presupuestal podía ejercerse sin cuestionamientos desde el Ejecutivo?

Así, en menos de dos años, hemos visto múltiples avances que el presidente López Obrador ha realizado para controlar aún más el presupuesto. Por ejemplo, cuando se aprobó la Ley de Austeridad Republicana, en el dictamen se incluyó una reforma al artículo 61 de la LFPRH para señalar que todos los ahorros por la aplicación de la ley podrían llevarse “al destino que por Decreto determine el Titular [del Poder Ejecutivo]”. Con esta disposición, el presidente se ahorraba el engorroso proceso de aprobación de modificaciones presupuestarias desde Hacienda para, mejor, tener la facultad de definirlo todo con un simple decreto presidencial.

Esta visión de simplificación de procesos (de por sí ya antidemocrática dado que deja de lado a los legisladores) es la misma que anima la última iniciativa del presidente López Obrador, que propone reformar el artículo 21 de la LFPRH para que diga:

En caso de que durante el ejercicio fiscal se presenten emergencias económicas en el país, la Secretaría [de Hacienda] podrá reorientar recursos asignados en el Presupuesto de Egresos para destinarlos a mantener la ejecución de los proyectos y acciones prioritarios de la Administración Pública Federal y fomentar la actividad económica del país, atender emergencias de salud y programas en beneficio de la sociedad.

Para efectos del párrafo anterior, las dependencias y entidades deberán efectuar las adecuaciones necesarias para reducir sus recursos autorizados en el Presupuesto de Egresos y traspasarlos a la Secretaría. Lo anterior, sin perjuicio de que la Secretaría pueda realizar los ajustes correspondientes. […]

El Ejecutivo Federal reportará en los informes trimestrales y en la Cuenta Pública las acciones realizadas en términos del presente artículo.

Si el Ejecutivo ya podía realizar cambios en el presupuesto sin consultarle a nadie, ¿qué cambia con esta iniciativa? Podría parecer menor, pero no lo es. En la legislación vigente que rige las adecuaciones presupuestarias, la facultad discrecional es enorme, pero en la definición misma de ellas se señala que “se realizarán siempre que permitan un mejor cumplimiento de los objetivos de los programas a cargo de las dependencias”. En múltiples ocasiones he señalado que esta regla es sumamente vaga y, en la práctica, cualquier modificación podría justificarse con un llamado al Plan Nacional de Desarrollo. Pero, a pesar de su vaguedad, era una salvaguarda mínima que establecía que los cambios debían tener un propósito, lo que obligaba a una serie de procedimientos en los que debía justificarse de algún modo la modificación. Igualmente, algunos rubros de gasto tenían protecciones adicionales para ser modificados, como el gasto para la igualdad de género, los programas de ciencia y tecnología o los programas de desarrollo de los pueblos indígenas.

Lo que hace esta iniciativa presidencial es tirar por la borda cualquier tipo de limitación. Ante una emergencia económica (que tampoco es muy claro cuando se actualiza esta situación), toma en sus manos todo el presupuesto y lo reorienta a voluntad, sin ningún tipo de restricción ni procedimiento que se le oponga.

Esto explica por qué en el decreto del 23 de abril, en el que el presidente estableció medidas adicionales de austeridad para la administración pública, se dice que “se posponen las acciones y el gasto del gobierno”, salvo una lista de programas en los que, por supuesto, están las obras de infraestructura incuestionables, el apoyo a Pemex y los programas sociales (que, dicho sea de paso, no llegan a 60% de las personas en situación de pobreza). Con la ley actual era muy poco probable que el presidente pudiera implementar un congelamiento masivo del presupuesto aprobado para todas las dependencias: esa es, justamente, la razón de ser de esta iniciativa. Mención aparte merece la extraña, y hasta ilegal, técnica legislativa presidencial de emitir un decreto para aplicar una facultad que no tiene, pero que espera recibir rápida y eficazmente por parte de sus legisladores en ambas cámaras.

Una vez que ambas piezas estén colocadas, el decreto de austeridad y las nuevas facultades de redireccionamiento por emergencia, tendremos a un presidente capaz de hacer con el presupuesto lo que él decida, sin que nada ni nadie pueda oponérsele; sin tener que detenerse en ninguna trivialidad procedimental o deliberativa, y todo será perfectamente legal. Esto no es una cuestión menor: significaría un paso gigantesco, tal vez el más importante de este sexenio, para eliminar los pesos y contrapesos, pues en el presupuesto se refleja toda la política pública. En lugar de corregir aquellos elementos que permitieron hacer del presidente una figura casi omnipotente durante la hegemonía del PRI, y que fueron objeto de crítica por décadas por parte de la oposición, la apuesta de Morena es ampliarlos todavía más. Tal vez por eso Andrés Manuel López Obrador nos dijo que esta crisis le vino “como anillo al dedo”: para darle más poder al poder.

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