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De la indignación a la resignación: ¿por qué toleramos a los políticos corruptos?

Ante la percepción generalizada de que la ley no es respetada y los actores políticos son corruptos, las preferencias electorales de la mayoría de las personas podrían estar definidas por criterios diferentes a la integridad de los políticos que deciden apoyar en las urnas.

«El pueblo es defensor de su propia desgracia. Tras las elecciones, los mismos que nombraron a los pretores se asombran de haberlos nombrado, cuando el favor, que es mudable, cambia de bando. Aprobamos y reprendemos a los mismos».

Séneca, Epístolas, I

La corrupción, con su naturaleza insidiosa y su presencia generalizada, tiene un impacto directo en el deterioro de la confianza de la ciudadanía y en la erosión de los pilares fundamentales de la democracia. Cuando la corrupción se arraiga en una sociedad, socava gradualmente la credibilidad de las instituciones y el sistema democrático. Esta pérdida de confianza se produce, en parte, porque la corrupción corroe la legitimidad del sistema democrático desde sus cimientos al interferir en los procesos electorales, menoscabar la rendición de cuentas y distorsionar la representación política. 

Como resultado, los ciudadanos se sienten cada vez más desconectados y desilusionados con el proceso democrático, lo que tiene múltiples consecuencias negativas, como la disminución del compromiso cívico, la reducción de la participación política y el aumento de la apatía generalizada. Esta erosión de la confianza y el compromiso ciudadano debilita aún más el ejercicio efectivo de los derechos y deberes cívicos, creando un círculo vicioso que socava la calidad de la ciudadanía y los fundamentos mismos de la democracia. 

En México, la corrupción se ha arraigado profundamente, amenazando la continuidad de la democracia como mecanismo para elegir a los gobernantes. Una perspectiva reveladora es considerar la corrupción no como un problema «posicional», centrado en las posturas ideológicas, sino como un problema de «valencia», enfocado en la percepción de la competencia para abordarla, lo que trasciende las ideologías. Así, el ejemplo más ilustrativo de esta dinámica lo encontramos en las pasadas elecciones presidenciales de 2018, cuando el entonces candidato Andrés Manuel López Obrador logró un amplio apoyo de diversos sectores de la sociedad al presentarse como el candidato más capaz de combatirla, a pesar de las diferencias ideológicas entre sus votantes.

Sin embargo, la capacidad de ciertos políticos para avanzar e incluso prosperar en sus carreras, a pesar de estar involucrados en actos corruptos evidentes, plantea interrogantes sobre nuestra tolerancia social hacia la corrupción. Este texto explora la paradoja de que, a pesar de la visibilidad de la corrupción, los votantes a menudo la desestiman en su evaluación del desempeño gubernamental y priorizan temas más inmediatos en sus decisiones de voto, sin reconocer cómo la corrupción socava esos mismos intereses. Para ello, retomo la discusión de Nara Pavão sobre los límites de la rendición de cuentas electoral a partir de los datos de la encuesta sobre percepción de corrupción, publicada en 2023 por Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad.

Un ejemplo de esta paradoja lo podemos encontrar en la preferencia por un ambiente seguro: los electores pueden priorizar los temas de seguridad pública por encima de la corrupción en sus decisiones de voto. Sin embargo, al hacerlo, es posible que ignoren la forma en que la corrupción socava sistémicamente las mismas políticas de seguridad que desean fortalecer. Al elegir un político con una reputación de corrupción y una gestión ineficiente, los votantes podrían, inadvertidamente, estar contribuyendo a la perpetuación de un ambiente inseguro.

La percepción de la ciudadanía confirma la tendencia a subestimar la gravedad de la corrupción. A lo largo de los años, se observa una baja sostenida en la percepción del respeto a las leyes. El reducido número de personas que afirman que las leyes se respetan «siempre» o «la mayoría de las veces» es un indicativo de cómo la normalización de la corrupción puede llevar a una resignada adaptación por parte de la ciudadanía.

Esta actitud de resignación ante la corrupción no solo refleja una adaptación a un entorno corrupto, sino que también subraya la compleja relación entre la percepción de la corrupción y las decisiones electorales. El conocimiento de actos corruptos no se traduce necesariamente en un rechazo electoral de los políticos involucrados, lo que sugiere que otros factores influyen en la tolerancia hacia la corrupción. En este contexto, el interés político, la lealtad partidista y la polarización ideológica podrían desempeñar un papel importante en la aceptación de prácticas corruptas, incluyendo el clientelismo. Esta predisposición a tolerar la corrupción a cambio de beneficios a corto plazo revela una falta de consideración por las consecuencias a largo plazo que tiene para la democracia y el ejercicio de la ciudadanía.

Sin embargo, lo que el estudio de Pavão sugiere es que, en entornos donde la corrupción es endémica, los ciudadanos pueden restar importancia al evaluar el desempeño de sus gobernantes y optar por enfocarse en otros temas que consideran más urgentes o relevantes para sus decisiones electorales. Esto se refleja en la disonancia entre la percepción de la corrupción y las decisiones de voto, según la cual, a pesar de reconocer su presencia y efectos perjudiciales, los electores pueden priorizar temas que perciben como más inmediatos o resolubles dentro del marco de referencia que constituye su experiencia cotidiana.

Este enfoque encuentra eco en trabajos académicos que exploran la dinámica entre las personas que están dentro del sistema y se benefician de él y quienes  se encuentran fuera y son marginados. El conocimiento sobre actos corruptos no siempre resulta en el rechazo electoral de los políticos implicados, especialmente cuando estos actos refuerzan nuestros lazos de lealtad y pertenencia a grupos partidarios, de los cuales puede depender nuestra identidad, pero también nuestra reputación y confiabilidad. De hecho, los datos de la encuesta de Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad arrojan luz sobre esta paradoja: sólo 14% de la población considera que el principal problema del país es la corrupción, lo que deja claro que no todas las personas  sienten que sea una amenaza inmediata a su bienestar personal. 

Otra aproximación a este problema es la noción de la corrupción como un tipo de «intercambio político», en el que los votantes reciben beneficios tangibles a cambio de su apoyo. Esta dinámica puede llevar a una minimización del estigma asociado con la corrupción, ya que los políticos son valorados más por los beneficios percibidos que por la integridad de sus acciones. Como resultado, los votantes pueden tolerar o incluso favorecer prácticas corruptas si sienten que se benefician de ellas. Sin embargo, esta noción se complica al considerar los efectos complejos que puede tener tanto en la oferta como en la demanda de políticas públicas, lo que a su vez puede influir en las actitudes y decisiones de los votantes frente a la corrupción.

Por ejemplo, cuando los ciudadanos perciben que, a pesar de estas prácticas, el gobierno mantiene una cierta eficacia en la prestación de servicios públicos, se produce un dilema moral y práctico: ¿por qué la corrupción no se convierte en un factor determinante para el voto de castigo? La paradoja se intensifica al considerar que, a pesar del reconocimiento de un deterioro en la calidad de los servicios públicos bajo la administración de Andres Manuel López Obrador, su alta popularidad se mantiene a niveles similares a los reportados al inicio de su gestión. Esta situación sugiere una disociación entre la percepción de la corrupción y la evaluación del desempeño gubernamental por parte de los electores, quienes pueden priorizar logros tangibles o la afinidad ideológica con la persona política al mando sobre la transparencia y la integridad del gobierno, lo que plantea interrogantes fundamentales sobre el peso de la ética y la responsabilidad en la preferencia electoral.

La percepción de la corrupción como un mal endémico y su inserción en el cálculo político de los ciudadanos refleja una adaptación a un entorno donde las transgresiones éticas se han normalizado. Esta adaptación se manifiesta en una especie de cálculo costo-beneficio por parte del electorado, en el cual los beneficios tangibles de la gestión gubernamental pueden compensar, en su percepción, los costos intangibles de la corrupción. En este contexto, la eficacia de los beneficios tangibles puede actuar como un amortiguador contra el descontento electoral, incluso en situaciones de baja calidad en la prestación de servicios públicos y corrupción evidente. Este fenómeno sugiere que, en la mente de los votantes, los beneficios concretos pueden tener un peso mayor que los principios éticos abstractos al momento de evaluar el desempeño de los gobiernos.

En conclusión, la interacción activa de los ciudadanos con la corrupción, ya sea como participantes reacios o como observadores resignados, plantea desafíos significativos para el mantenimiento de un régimen democrático. La resignación ante la corrupción, alimentada por la percepción de su inevitabilidad, mina los esfuerzos por promover la transparencia y la rendición de cuentas. Este escenario complejiza el esfuerzo contra la corrupción, ya que no solo se trata de implementar políticas eficaces, sino también de transformar las normas sociales y las expectativas que sustentan la tolerancia hacia estas prácticas.

 ¹ Este texto extrae una parte de las reflexiones discutidas en el ensayo “De la indignación a la resignación: ¿por qué las sociedades toleran a los políticos corruptos?”, el cual obtuvo el primer lugar del premio IEEPC, edición XXIV, 2023.

Todas las opiniones vertidas en este espacio son responsabilidad de las autoras o los autores y no representan la postura de Nexos o de Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad

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