Según el Diccionario de la lengua española, la impunidad es la “cualidad de impune” y este último concepto significa: “que queda sin castigo”. La definición lleva implícito cometer una fechoría que merecía ser sancionada. Por una u otra razón, quien la cometió se salió con la suya. Falló la consigna según la cual “el que la hace la paga”. 

Si pensamos en el sistema penal en México, esa situación que debería ser excepcional se ha convertido en la regla. Esta afirmación vale prácticamente para todos los delitos y tiene costos de diversa naturaleza. Pero, además, trasciende a la esfera del derecho penal. Diversos estudios muestran este mal que aqueja a la sociedad mexicana. Lo que no es tan claro son las causas que explican el fenómeno.

En estas páginas ofrecemos algunos datos sobre la situación mexicana en la materia y esbozamos las coordenadas de dos explicaciones plausibles y posibles. Una de ellas tiene un corte de índole sociológica y la otra de naturaleza institucional. Si nuestra intuición es atinada, si bien ambas explicaciones serían independientes, en los hechos, al menos en el caso de nuestro país pueden coexistir y reforzarse mutuamente.

Nuestra hipótesis es que la impunidad encuentra una parte de su explicación en un entorno de redes de complicidades que la incentivan y refuerzan, pero también en la debilidad institucional, en particular de los sistemas de la procuración e impartición de justicia. Lo grave del asunto es que con esta falla sistémica el Estado deja de cumplir una de sus funciones centrales: garantizar una convivencia ordenada asegurando la paz y la seguridad jurídica, la impartición de la justicia y evitando la violencia para reclamar los derechos.

Primero algunos datos recientes. La Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre la Seguridad Pública 2020 (Envipe) del Inegi estima en 23.3 millones el número de víctimas de delitos en 2019, lo que representa una tasa de 24 849 víctimas por cada 100 000 habitantes en 2019. En cuanto a las unidades económicas, se estima que el 30.5 % de ellas fue víctima de un delito en 2019. Con base en la misma Envipe, se calcula que en el 92.4 % de los delitos no hubo denuncia, o bien la autoridad no inició una carpeta de investigación. Estas cifras, aunque ligeramente a la baja respecto a otros años, confirman una tendencia irrefutable: en México los delitos no se denuncian.

Ahora bien, ¿qué sucede con los delitos que se denuncian? Datos generados por México Evalúa calculan que en 2019 se presentaron 1 779 140 denuncias o querellas. De ese conjunto, en el 91 % de los casos se inició investigación, pero sólo se vincularon a proceso el 3.4 % (65 216 casos). El 65.8 % de los casos (569 731) acabaron en el archivo temporal, es decir, dormirán el sueño de los justos. Ni las víctimas recibirán reparación ni los delincuentes castigo alguno.

Estas cifras conducen a una cruda conclusión. La prevalencia de impunidad es enorme y las probabilidades de que quien comete un delito sea castigado son mínimas. Importa destacar que esto no es novedad y que llevamos décadas en esta condición. ¿Cómo podemos explicarlo? 

Hace algunos años se acuñó y cobró fuerza la idea de un “pacto de impunidad” que, sin ser formal, estaría fundado en un amasijo de complicidades cruzadas. Se trataría de una especie de contubernio tácito entre diversos actores públicos y privados que de una u otra manera se verían beneficiados con su existencia. Las redes de la corrupción son un buen ejemplo de lo que significa esta tesis. El caso de la llamada Estafa Maestra es elocuente.

Como sabemos, entre 2013 y 2014, la Secretaría de Desarrollo Social (Sedesol) estableció diez convenios con las universidades del Estado de México y de Morelos por un monto total de 2 224 559 800 pesos. La operación para sustraer y desviar esos recursos involucró funcionarios, instituciones educativas, empresas regulares, empresas irregulares, fundamentalmente. 

El día de hoy la mayoría de las personas involucradas se encuentra en libertad y quienes no lo están parecen ser más sujetos de un ajuste de cuentas político que sujetos de una investigación y un proceso penal dignos de ese nombre. Una de las explicaciones plausibles de este hecho sería que las personas implicadas son muchas y se encuentran en posiciones estratégicas que les permiten inhibir cualquier investigación que conlleve consecuencias que puedan afectarlos.

Se trata sólo de un ejemplo entre muchos otros en los que la misma lógica se replicaría y que no se circunscriben a casos de corrupción, sino también a otros fenómenos delictivos como la desaparición o el tráfico de personas.  

Desde la perspectiva institucional sabemos que la investigación, persecución y castigo del delito es una tarea compleja que requiere el actuar articulado de varias instancias debidamente capacitadas y profesionalizadas. Conceptualmente dimos un paso adelante con la aprobación en 2008 del sistema penal acusatorio. Su despliegue implicaba reconstruir por completo la manera en que se organizan y coordinan las policías, las fiscalías, los tribunales y el sistema penitenciario. 

Pero lejos de avanzar en esta dirección, se mantuvo la segmentación de las diferentes partes de la cadena. A pesar de la inversión significativa, especialmente en la formación, equipamiento y capacitación de los policías, los resultados fueron muy limitados. El dinero corrió pero no produjo resultados. Además, hubo una subinversión dramática en las procuradurías que carecen de las capacidades institucionales más básicas para realizar sus tareas. La autonomía constitucional de la fiscalía, aunque no sin problemas, trajo un soplo de esperanza para reconstruir la procuración de justicia. Pero fue sólo eso. 

Las decisiones adoptadas por el nuevo gobierno, lejos de contribuir a fortalecer la coordinación, sumaron nuevos problemas que se acumulan. En efecto, la creación de la Guardia Nacional como un cuerpo militar de hecho y el despliegue del Ejército en tareas de seguridad pública en detrimento del desarrollo de un sólido modelo policial robusto, sólo pueden contribuir a prolongar la desarticulación estructural entre seguridad pública y persecución efectiva del delito.

Por su parte, la Fiscalía General de la República parece empeñada en regresar al “viejo modelo orgánico”, basado en la especialización que segmenta la investigación y en la discrecionalidad del ministerio público, que en la profesionalización de la investigación. Si a ello sumamos un ejercicio de su autonomía por lo menos cuestionable y las reformas constitucionales que incrementaron el catálogo de delitos que ameritan prisión preventiva de oficio, nos hace pensar que existe una fuerte tentación por dinamitar el modelo acusatorio en aras de construir un sistema altamente discrecional.

Finalmente, el sistema penitenciario está abandonado. Las cárceles mexicanas son el recuento de horrores y violaciones de derechos cotidianos y están muy lejos de cumplir sus funciones constitucionales.

Otra dimensión también institucional del problema tiene que ver con que, en realidad, estamos hablando de 33 sistemas diferentes, uno para cada entidad federativa y el federal (esto sin considerar que la función de seguridad pública es también una atribución municipal). Los datos muestran claramente que la mayor parte de los delitos se cometen en el ámbito local. Esto quiere decir que el esfuerzo de coordinación debe realizarse no sólo entre los eslabones horizontales de la cadena, sino que debe involucrar también acciones concertadas entre cada uno de los estados y la federación. Esto implicaría una política criminal nacional basada en un esfuerzo de concertación en el seno del Sistema Nacional de Seguridad Pública. Pero éstos son meros deseos. Y en realidad vivimos en un entorno de desconfianza institucional.

El esfuerzo mayor debería estar en la formación y profesionalización del capital humano (policías, ministerios públicos, peritos, jueces, abogados) y en el incremento de las capacidades institucionales para realizar investigación criminal. Esto requiere una inversión sostenida de largo plazo con mecanismos de evaluación y seguimiento. 

En suma, el panorama en materia de seguridad pública y procuración de justicia no es alentador. Los resultados están a la vista.

Es importante advertir que el problema de la impunidad va mucho más allá del sistema penal y se inserta en el entramado más amplio de las relaciones sociales y los conflictos que ahí se generan. Como lo afirma el informe de justicia cotidiana de 2015, uno de los problemas más grandes que enfrenta la sociedad mexicana es “la notoria ausencia de incentivos y condiciones para el cumplimiento regular de los acuerdos entre las personas, para la reivindicación efectiva de sus derechos, y para que quienes los violenten o incumplan sus obligaciones tengan consecuencias por su comportamiento”. 

Dicho de otro modo, la impunidad también se genera en las debilidades estructurales de los mecanismos estatales para resolver los conflictos sociales, en particular a través de los tribunales estatales. Cuando la justicia es lenta, ineficiente, cara, de difícil acceso y no está diseñada para resolver las necesidades de los diferentes usuarios, el resultado es generar estructuralmente condiciones de impunidad.

Los diagnósticos sobre las alternativas de acción para resolver estos problemas existen desde hace tiempo. Hay un arsenal de mecanismos e instituciones que podrían servir para atender las necesidades locales y generar un entorno institucional que facilite el acceso a la justicia, por ejemplo, los mecanismos de composición familiar, justicia de barrio, mediadores o litigios de menor cuantía. La idea subyacente es atender problemas específicos con soluciones que permitan resolver injusticias concretas y con ellos combatir la impunidad. Por ello, estos mecanismos deben ser creados y operados a nivel local, y alistar el aparato de justicia formal para actuar en una segunda línea y con ello asegurar la estabilidad al sistema en su conjunto. Pero, pese a las reformas constitucionales en esta dirección, nada ha sucedido.

Revertir la impunidad no será fácil. Es un camino largo que requiere políticas concertadas, estables, sostenibles, con objetivos claros, responsables definidos, bien financiadas y evaluadas. No hay bala de plata. Pero la viabilidad del Estado de derecho se va en ello. Vale la pena citar de nueva cuenta el informe de justicia cotidiana: 

Un adecuado acceso a la justicia y mecanismos eficientes de solución de controversias generan incentivos para que los derechos se reivindiquen y los acuerdos se cumplan, produce consecuencias para quienes transgreden los derechos de otros y con ello reduce la impunidad y la corrupción, al tiempo que mejora la capacidad del Estado para dar una respuesta a los problemas sociales.  

En síntesis, para abatir la impunidad en México es necesaria una combinación de elementos. Un combo de acciones que pasa por rediseño de algunas normas, fortalecimiento de capacidades institucionales a nivel nacional y desmantelamiento de acuerdos no escritos entre sujetos que se benefician de este fenómeno que erosiona al Estado de derecho.

Cuando el Estado deja de ejercer de manera eficaz y ordenada el monopolio de la fuerza legítima y abre los espacios para la violencia privada, pierde su credibilidad y la confiabilidad de los ciudadanos. Peor aún, nos advierte el teórico aleman Reinhold Zippelius: “La disminución excesiva del poder del Estado prepara el terreno en que se cultiva con facilidad un exceso del mismo poder”.

Sergio López Ayllón

Director del CIDE y profesor de la División de Estudios Jurídicos. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores.

Pedro Salazar Ugarte  

Doctor en Filosofía Política. Es investigador de tiempo completo en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, del cual actualmente es director, y miembro del Sistema Nacional de Investigadores.