Este texto fue originalmente publicado en la revista Nexos del mes de octubre de 2023. Puede consultarse aquí.

Frases como “El pueblo pone y el pueblo quita”, “Yo tengo otros datos”, “90 % de lealtad y 10 % de experiencia” o “Lo importante no es el cargo, sino el encargo” caracterizan el estilo personal de gobernar de esta administración. Más allá de la retórica, esas frases van acompañadas de acciones que, con sorprendente regularidad, se han emprendido para “transformar” prácticas, instituciones y funciones gubernamentales.

Aquí exponemos el modus operandi del proceso de “transformación” de la administración pública federal. El nuevo modo de gobernar está compuesto por acciones que se disfrazan con el discurso de honestidad, austeridad, justicia social y eficiencia, pero que en la práctica involucran el uso discrecional, caprichoso e irresponsable del poder: acusaciones no sustentadas de corrupción, privilegio o despilfarro que justifican la reasignación de recursos y funciones; designación de funcionarios “de confianza” pero que no reúnen las calificaciones que requiere la función; uso de conceptos como “seguridad nacional” o “interés público” para eludir o apresurar procesos y evitar la transparencia; emisión de normas ex post para justificar decisiones ya implementadas. 

A través de estas acciones, el gobierno de la llamada Cuarta Transformación ha desarticulado y modificado no sólo políticas y programas, sino también las capacidades de la administración pública —ya de por sí limitadas— para actuar de forma legal, profesional, con calidad técnica, eficiencia administrativa, transparencia y responsabilidad en el cumplimiento de sus funciones.

El modus operandi incluye, entre otros: la política de reajustes salariales; la reducción de estructuras administrativas; el empleo de personal militar en diversas funciones y estructuras civiles; las compras improvisadas y sin licitación; la creación de nuevos cuerpos de servidores públicos; la centralización de facultades y funciones frente al debilitamiento de las instituciones; y el abandono o debilitamiento de instituciones dedicadas a la rendición de cuentas.

No se trata de acciones aisladas producto de la ocurrencia del momento, sino de un conjunto de prácticas cuyo efecto acumulado modifica profundamente la lógica de la administración para ponerla al servicio de los designios del presidente de la República.

1. Preparar el terreno descalificando el servicio público. Descalificar el funcionamiento de la administración pública, de sus funcionarios y sus organismos es el preludio para reducir presupuestos o iniciar acciones que menoscaban sus capacidades institucionales.

Las críticas a la “burocracia dorada” justificaron la reducción significativa de mandos medios en la administración pública federal. 

Las quejas sobre la ineficiencia, la duplicidad de funciones y el despilfarro de las delegaciones federales motivaron la creación de los siervos de la nación. 

Las acusaciones de corrupción han sido utilizadas para justificar el empleo de personal de las Fuerzas Armadas en funciones administrativas —como en el caso de la Comisión Federal para la Protección contra Riesgos Sanitarios (Cofepris), la nueva Agencia Nacional de Aduanas de México, los aeropuertos, la construcción del Tren Maya y muchas otras. 

Estas descalificaciones —que anteceden a las acciones— suelen basarse en los dichos del presidente en las mañaneras, sin que existan diagnósticos, hechos o denuncias que las soporten. La descalificación presidencial, con o sin sustento, justifica intervenciones en las estructuras, presupuestos, funciones y perfiles de los funcionarios. El efecto suele ser una pérdida de las capacidades institucionales del organismo para cumplir con sus funciones.

Por ejemplo, en el caso del Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI) el presidente ha afirmado que “no sirve para nada”, “duplica funciones” y que, “creado en el periodo neoliberal”, es tan sólo “una cortina de humo”. Estas descalificaciones han servido como justificación para reducir su presupuesto, vetar el nombramiento de dos nuevos comisionados (en marzo de este año) y proponer su desaparición en abril de 2023.

Como demuestra el caso del INAI, frente a una administración pública desprestigiada, es fácil proponer acciones que ignoran reglas y funciones. La descalificación sirve para reducir gastos, congelar plazas, reservar recursos. En los casos más extremos, la descalificación lleva a paralizar las actividades centrales de organismos, como ha sucedido en la Comisión Reguladora de Energía o en el propio INAI.

2. Recortes y reasignaciones. La reasignación de recursos en el presupuesto de egresos ha sido una práctica recurrente. El presidente ha priorizado ciertas áreas, otorgándoles recursos significativos, mientras que ha reducido el gasto en otras que considera de menor importancia. 

Así, el gobierno ha reducido el gasto en Gobernación, Economía, Medioambiente y Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano. En contraste, ha beneficiado Energía, Bienestar y Trabajo y Previsión Social. Más allá de los sectores, los proyectos impulsados por el presidente han sido los grandes ganadores de estas reasignaciones. Por ejemplo, el aumento presupuestario para el ramo de turismo beneficia principalmente a Fonatur, por su responsabilidad en el Tren Maya, pero perjudica a la Secretaría de Turismo, que se ha visto obligada a operar con 30 % de lo que ejercía.

Las prácticas de reasignación aparecen enmascaradas bajo acusaciones de despilfarro y promesas de austeridad y ahorro. En realidad justifican reducciones de algunos sectores en beneficio de otros, eludiendo las decisiones de la Cámara de Diputados en el presupuesto de egresos y las disposiciones de la Ley Federal de Presupuesto y Responsabilidad Hacendaria. La reasignación de recursos plantea problemas jurídicos, políticos y económicos serios, ya que favorece discrecionalmente proyectos al margen de los procedimientos y regulaciones establecidos. Los recortes en materias como medioambiente, ciencia y tecnología y desarrollo agrario son preocupantes, ya que son áreas fundamentales para el crecimiento sostenible y el bienestar de la sociedad.

3. Designar actividades y proyectos como “seguridad nacional” e “interés general”. Las actividades del nuevo Centro de Inteligencia Contra Riesgos Sanitarios —operado por la Cofepris y la Secretaría de Marina—, la compra de 612 pipas sin licitación o el acuerdo presidencial de la construcción de obras de infraestructura como acciones de “seguridad nacional” son ejemplos de este modus operandi que permite establecer condiciones excepcionales para eludir procedimientos ordinarios y generar amplios márgenes de acción discrecional.

Al considerar una acción gubernamental como de “seguridad nacional” o de “interés público”, se crea un régimen de excepción que permite omitir trámites, requisitos y autorizaciones. En esta misma línea, se habilitan condiciones para adjudicar contratos de forma directa y discrecional, sin recurrir a procedimientos de licitación pública.

Otro efecto es limitar el acceso a información sobre dichas actividades. La información que normalmente sería considerada pública puede ser negada bajo el argumento de que su divulgación representa un riesgo para la seguridad nacional.

La opacidad ha aumentado radicalmente. Si se comparan los últimos tres años de gobierno de Peña Nieto con los primeros tres años de López Obrador, los recursos de revisión ante la negativa de las dependencias de entregar información pública han crecido 100 %. Si en el periodo 2015-2018 los interesados interpusieron 9758 recursos de revisión por año, entre 2019 y 2022 el promedio anual fue de 19 500.

Es importante destacar que el término “seguridad nacional” debería interpretarse rigurosamente como “acciones destinadas de manera inmediata y directa a mantener la integridad, estabilidad y permanencia del Estado mexicano”, tal como lo define la Ley de Seguridad Nacional en su artículo 2. Sin embargo, es evidente que el presidente ha ampliado de manera unilateral y excesiva este concepto para crear un régimen excepcional que facilita la acción administrativa y escapa a los mecanismos regulatorios y de control ordinarios.

4. Designación de funcionarios leales pero sin preparación, conocimiento o experiencia. La desconfianza del presidente hacia los servidores públicos y los procesos formales se manifiesta en la designación de funcionarios sin la debida preparación, pero que han demostrado lealtad al proyecto y al presidente. Esta práctica es especialmente visible en el caso de organizaciones de carácter técnico.

Un ejemplo es la Comisión Nacional de Mejora Regulatoria (Conamer), encargada de evaluar la calidad de las regulaciones en términos de los costos y beneficios que imponen a la sociedad. El actual comisionado, que anteriormente se desempeñaba como subsecretario de Planeación y Transición Energética de la Secretaría de Energía, ha operado bajo un mandato claro de otorgar exenciones y agilizar la publicación de regulaciones que afectan el sector energético.

Además, se ha observado que personal de las Fuerzas Armadas está asumiendo, formal o informalmente, funciones técnicas y operativas para las cuales no está debidamente capacitado. Por ejemplo, integrantes en activo (o miembros retirados) de las secretarías de la Defensa Nacional o de Marina desempeñan funciones técnicas en las aduanas relacionadas con la operación, el equipamiento, la recaudación y el procesamiento de datos. Según el Portal de Transparencia, en el primer trimestre de 2023, 40 de las 50 aduanas del país están siendo dirigidas por personal que recientemente perteneció a las Fuerzas Armadas.

Un gobierno compuesto por funcionarios con un 90 % de lealtad y un 10 % de capacidad puede favorecer la voluntad del presidente, pero a costa del funcionamiento adecuado del gobierno y los intereses públicos.

5. Asignación improvisada de tareas y funciones. Tal y como lo afirma el presidente, en esta administración, el encargo es más importante que el cargo. Pero esto tiene consecuencias sobre las políticas públicas. Genera ambigüedad en las cadenas de mando, diluye la atribución de responsabilidades y entorpece la rendición de cuentas.

Estas prácticas suelen darse en respuesta a situaciones definidas como “urgentes” por el presidente y en las cuales no se considera oportuno o conveniente respetar los procesos formales. En 2019, para abordar el desabasto de gasolina ocasionado por el cierre repentino de ductos, el presidente formó una comisión intersecretarial para comprar 612 pipas en Estados Unidos. Estos funcionarios carecían de las atribuciones y los conocimientos técnicos necesarios para llevar esta tarea. La participación de última hora de la Secretaría de la Defensa permitió clasificar como reservada la información sobre este gasto millonario, hecho sin licitación.

La asignación discrecional de funciones fuera del marco legal también sucede en condiciones ordinarias. El traslado de facultades de política migratoria de la Secretaría de Gobernación a la de Relaciones Exteriores generó ambigüedad en las responsabilidades de cada secretaría y en la cadena de mando con el Instituto Nacional de Migración (INM). El trágico incidente donde murieron 39 migrantes el 27 de marzo de 2023, en un centro de detención gestionado por el INM en Ciudad Juárez, y la dificultad para asignar responsabilidad a Segob o SRE, ilustra el alto costo que puede acarrear esta práctica.

Las designaciones de funcionarios basadas en la confianza y la lealtad han menoscabado la capacidad de la administración de responder a los problemas públicos. Existen innumerables ejemplos en sectores tan diversos como energía, salud, economía, educación o medioambiente.

6. Uso instrumental de la ley. En la concepción canónica del Estado constitucional de derecho, la ley es un instrumento de control del poder. La actividad administrativa debe sujetarse a las normas jurídicas y los funcionarios sólo pueden hacer aquello que una ley establece expresamente. Esto es lo que se conoce como “el principio de legalidad”.

En el modus operandi de la administración del presidente López Obrador este principio se relativiza. La ley adquiere un carácter instrumental, no normativo, que se traduce en tres condiciones. 

Si la ley conviene a los propósitos gubernamentales, entonces se acata, se cumple y se hace cumplir. 

Cuando la ley no funciona para los propósitos del gobierno, entonces la estrategia es cambiarla. El problema es que modificarla supone en muchos casos acudir ante el Congreso, implica negociaciones y abre los temas al escrutinio público. Por eso en muchas ocasiones la ley se elude a través de instrumentos reglamentarios —acuerdos presidenciales o lineamientos secretariales— que generan un amplio margen de maniobra mientras son impugnados.

Hay numerosos ejemplos de esta conducta. El más notable es el memorando del presidente de la República del 16 de abril de 2019 dirigido a los titulares de Gobernación, Educación Pública y Hacienda, donde —sin rubor alguno— se les ordena que “mientras el proceso de diálogo no culmine con un acuerdo, las otras instancias del Poder Ejecutivo involucradas dejarán sin efecto todas las medidas en que se haya traducido la aplicación de la reforma educativa”. Es decir: que dejaran de cumplir la ley vigente en materia de educación. 

Finalmente, si nada de lo anterior funciona, entonces la ley se ignora. El presidente, en claro desacato de la Constitución, se abstuvo de designar a los comisionados de la Comisión Federal de Competencia Económica. La Suprema Corte tuvo que resolver una controversia constitucional presentada por la propia comisión en la que ordenó al Ejecutivo que cumpliera con su obligación constitucional en un plazo perentorio. Una situación similar se dio con el caso de la designación de los comisionados del INAI. 

Este modus operandi es una constante que genera un entorno de ilegalidad propiciada desde la autoridad. Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad (MCCI) ha documentado 182 ilegalidades desde 2019 hasta el cierre de 2022. A ellas se suman otras 62 durante el primer semestre de 2023.

7. Eludir la transparencia y la rendición de cuentas. López Obrador ha puesto el combate a la corrupción como elemento central en su proyecto. Pero este combate ha sido mayormente simbólico, una lucha retórica y moralista que no se ha traducido en acciones ni tiene resultados concretos.

Los casos analizados por MCCI durante este sexenio, especialmente el caso de Seguridad Alimentaria Mexicana (Segalmex), confirman que a pesar del discurso que asegura haber erradicado la corrupción, ésta sigue siendo una práctica persistente. 

Junto con lo anterior, se observa un debilitamiento deliberado de las instituciones responsables de combatir la corrupción.

Aunque no se ha modificado el marco normativo del Sistema Nacional Anticorrupción (SNA), su funcionamiento ha enfrentado limitaciones presupuestarias, bloqueo en el nombramiento de comisionados en el Comité de Participación Ciudadana, falta de participación de las instituciones que lo integran, ataques públicos por parte del presidente e incluso, en abril de 2023, una propuesta para desaparecer su Secretaría Ejecutiva. El SNA prácticamente no ha tenido resultados en este sexenio.

Las principales instituciones anticorrupción han tenido recursos limitados o insuficientes de manera consistente entre 2018 y 2022. Algunas de las más afectadas han sido la Secretaría Ejecutiva del SNA, el INAI, la SFP, la Auditoría Superior de la Federación (ASF), el Tribunal Federal de Justicia Administrativa (TFJA) y la Fiscalía Anticorrupción. La reducción de recursos no sólo demuestra la poca importancia que esta administración asigna a esas instituciones, sino que tiene efectos prácticos sobre el desempeño de sus funciones.

A pesar de haber fortalecido sus funciones en la reforma de 2016, la ASF ha visto mermados sus recursos y para la fiscalización. Un estudio realizado por México Evalúa y el Tecnológico de Monterrey reveló que la cobertura de fiscalización disminuyó durante el primer año de este gobierno, con algunos informes presentados de forma incompleta, sin resultados o fuera de tiempo. Además, un reportaje de MCCI, publicado en febrero de 2023, encontró que, incluso cuando se lleva a cabo la fiscalización, el seguimiento a las acciones es limitado y se han presentado la mitad de denuncias ante el Ministerio Público en comparación con la administración anterior.

La descalificación constante de la transparencia y sus instituciones ha tenido consecuencias. En los últimos cinco años es posible observar un deterioro significativo en las condiciones de acceso a la información. La Métrica de Transparencia 2021 identificó una reducción importante en la cantidad y calidad de respuestas de algunas instituciones de la administración pública federal, en particular la Presidencia de la República. Un informe más reciente concluye que, al final de la administración del presidente López Obrador, tenemos menos información y menos datos. La opacidad aumentó.

El presidente López Obrador muestra una concepción personalizada de la corrupción, entendida como un atributo moral y un problema de personas que puede desaparecer con la voluntad de un líder. Sin embargo, hasta el día de hoy, no sólo no ha disminuido la corrupción, sino que las instituciones creadas para prevenirla han sido debilitadas. Ante el deterioro institucional, el derecho a la transparencia, el acceso a la información y la urgencia de combatir la corrupción nos quedan cada vez más lejos, como una quimera.

8. Excluir y descalificar. Por último, es importante destacar que la apertura a la negociación con otros partidos políticos o con distintos sectores de la sociedad ha sido nula. 

Hasta hoy el titular del Poder Ejecutivo nunca se ha sentado con los liderazgos partidarios de oposición o con sus bancadas en el Congreso para negociar una iniciativa de ley. Las más de las veces, las iniciativas del presidente han pasado sólo con los votos de su coalición. 

Las críticas y propuestas hechas por la academia, por especialistas en los distintos ramos o por las organizaciones de la sociedad civil han sido descalificadas y descartadas bajo el argumento de que se trata de fuerzas conservadoras que pretenden preservar privilegios y oponerse al cambio.

Un rasgo particularmente delicado es la descalificación que han sufrido jueces federales y ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación cuando sus decisiones han sido contrarias a las decisiones del gobierno. Existe un enfrentamiento directo con el Poder Judicial. El argumento es siempre el mismo. Se trata de un poder conservador cuyas decisiones protegen privilegios y resisten el cambio. 

Muchas de las decisiones utilizadas como ejemplo aquí han generado sorpresa, indignación o preocupación. Sin embargo, cuando analizamos el conjunto de estas acciones, es evidente la consolidación del modo de gobernar que aquí se describe. Este modo es eficiente para ejecutar la voluntad de una persona, pero conlleva un proceso institucional difícil de recuperar y un alto costo social de consecuencias duraderas.

Tener una administración donde se pueden mover los recursos que el presidente quiere, para lo que él quiere, implica sacrificar los mecanismos y controles propios de la democracia y de las buenas prácticas de una administración pública moderna, dirigida a resolver los problemas que la ciudadanía demanda.


SAMANTHA ORTIZ: Profesora de la División de Administración Pública del CIDE

SERGIO LÓPEZ AYLLÓN: Investigador visitante del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM