Miguel Torhton
Una de las críticas habituales a los estudios sobre corrupción radica en la vaguedad de significados que puede tener este concepto en la vida pública. Investigaciones anteriores han mostrado que el término corrupción engloba diferentes problemas públicos en un solo término1. Como asunto público, la idea de corrupción no siempre significa lo mismo, de ahí que sea fundamental su definición específica. Otra crítica frecuente es que los estudios de corrupción parten de una perspectiva elitista, propia de la academia, para explicar asuntos de la vida diaria en un lenguaje alejado del habla común.
Organizaciones como Transparencia Internacional usan la definición de corrupción como “el abuso del poder público para beneficio privado”. En la Anatomía de la Corrupción, una investigación de Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad, se ha definido corrupción como “el abuso de cualquier posición de poder, pública o privada, con el fin de generar un beneficio indebido a costa del bienestar colectivo o individual”. Ambas definiciones son tan amplias que nos orillan de vuelta a una pregunta central. Más allá de la investigación académica y periodística, cuando en México la gente habla de corrupción, ¿a qué se refiere?
Tanto por su vaguedad como por el sesgo académico en las definiciones de corrupción, resulta necesario aproximarse desde la investigación de ciencias sociales a los diferentes significantes que hay en el habla cotidiana sobre la corrupción. ¿Qué llamamos corrupción? Sobra decir que una mejor definición del problema contribuye a una mejor búsqueda de soluciones de política pública para reducir los costos sociales de la corrupción, exacerbados en un país extraordinariamente desigual. Por ese motivo, en Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad llevamos a cabo un estudio cualitativo con el objetivo de entender cómo definen la corrupción las ciudadanas y ciudadanos en México2. Con ello buscamos integrar a nuestros estudios sobre corrupción una definición ciudadana, a partir de la cual se puedan formular políticas públicas para reducir los efectos desproporcionados de la corrupción en las poblaciones, grupos e identidades más afectadas.
En un país tan desigual como el nuestro, la experiencia de la corrupción se reparte también desigualmente. Aunque todos vivimos la corrupción, las comunidades más ricas del país la viven como un costo en el ejercicio de su esfera de influencia, auspiciado por la absoluta impunidad de su ejercicio. Para las comunidades más pobres, según identificamos, se asemeja más a un instrumento de supervivencia frente a la arbitrariedad de lo público. Este es acaso el principal hallazgo de esta investigación cualitativa, en la que además encontramos evidencia de tres características principales alrededor de la definición ciudadana de corrupción.
Primero, cada persona entiende la corrupción como algo distinto. Alguien podría creer que su vecino es corrupto porque prefiere alternativas que no son de su agrado, pero podría estar convencido, pese a toda la evidencia en contra, que su político favorito es una persona honesta. Aquello a lo que llamamos corrupción es situacional. Se entiende a partir de nuestras creencias sobre lo público y cómo nos posicionamos en ello. En México, la visión que cada persona tiene sobre la corrupción es también una marca de identidad sobre su lugar en la sociedad.
Segundo, la definición que escuchamos en el diálogo durante los grupos de enfoque se acerca a proponer la corrupción como una transacción desigual en el margen de la ley o de lo justo. Este arreglo genera beneficios y perjuicios dependiendo del diferencial de poder entre quienes participan, lo que en el agregado conlleva a una pérdida social. Este problema no sucede en el vacío. Por el contrario, se le considera una de las formas de distribución de beneficios y perjuicios en la sociedad. Aunque la corrupción puede entenderse como una de las formas de organización política en el país, su prevalencia nos obliga a repensarla. Resulta extraordinario que sea tan imperante como forma de organización en México cuando hay alternativas comunitarias a las que recurrir que no dependen de redes de extracción de lo público. La corrupción representa una injerencia persistente de los intereses privados sobre los colectivos. Es, en varios sentidos, una forma de vivir en México. Una pregunta queda a quien la quiera responder: ¿cómo una sociedad que se reconoce como corrupta podría tener un gobierno que no lo sea?
Tercero, en la investigación que llevamos a cabo encontramos que la relación que sostienen los individuos con la corrupción, en general, se estructura según los ejes de su tolerancia y su beneficio hacia ella. Un hallazgo del estudio cualitativo es que sólo se percibe negativamente la corrupción desde sus efectos directos en nuestro ámbito individual. Hay actos de corrupción que resultan más tolerables en la medida que los individuos se benefician de ella. Otro punto que se identificó fue que quienes tienen mayores beneficios muestran también mayor tolerancia hacia la corrupción. La razón detrás de esto podría ser intuitiva. Un millonario en México nunca tendrá los mismos riesgos impuestos por la corrupción que una niña centroamericana que cruza sola el país. Si algo queda claro con estos hallazgos son los enormes pendientes que tenemos en materia de investigaciones sobre los efectos de la corrupción en la desigualdad en el país.
Finalmente, identificamos cinco perfiles actitudinales con opiniones diferenciadas por sus niveles de tolerancia y beneficio sobre la corrupción, mismos que se referirán en un apartado posterior. Nuestra forma de interactuar con la corrupción corresponde a un divisadero personalísimo del México en el que cada uno vive. Hace falta entender las diferentes formas de interacción que tenemos los ciudadanos con la corrupción para proponer una forma de organización más justa para todas las personas.
¿Qué llamamos corrupción?
Los grupos de enfoque en esta investigación dialogan desde la idea de la corrupción como un mecanismo de transacción generalizado en la sociedad. La noción de corrupción involucra narrativas distintas sobre su origen y su práctica cotidiana, así como un atisbo sobre su posible solución. En la investigación encontramos que las personas participantes en el estudio refirieron cuatro formas de entender la corrupción.
Algo queda claro de la anterior tipología sobre las diferentes formas de entender la corrupción: aunque se entiende como un proceso transaccional al margen de la ley, las discrepancias entre las visiones sobre la corrupción están relacionadas con el diferencial de poder que el individuo percibe de sí mismo en la sociedad. Las personas solo percibimos este problema público a partir de la forma en la que nos es dado interactuar con ella. Por ejemplo, quienes más activamente participan en la vida pública tendrán necesariamente una relación más estrecha con los actos de corrupción. Tal como apunta el mexicanísimo adagio, cada quien ve a la corrupción según como le va en la feria.
Cinco perfiles de mexicanos: ¿cómo vivimos la corrupción?
Además de las diferencias semánticas sobre el término, mediante el estudio cualitativo fue posible identificar cinco perfiles con actitudes y perspectivas diferenciadas sobre la corrupción en nuestro país. Aunque hace falta investigación que nos permita entender más sobre las características de estos grupos, la evidencia reunida a través del diálogo entre los participantes apunta a que las diferencias centrales frente a la corrupción derivan del grado de tolerancia hacia los beneficios y perjuicios que perciben sobre ella en su ámbito individual. En general, los favores sexuales como acto de corrupción son vistos como aquellos con menor tolerancia. Por el contrario, el uso del soborno para solucionar problemas en el ámbito de la salud de los individuos es considerado tolerable y beneficioso.
Los cinco perfiles a continuación representan algunos tipos ideales que refieren diferentes grados de tolerancia hacia la corrupción. Ellos ilustran actitudes y disposiciones frecuentes, que valdría la pena explorar con otras herramientas de investigación en ciencias sociales. Esta primera investigación es útil para iniciar la chispa de una discusión que conduzca mejor los esfuerzos por imaginar una política pública que atienda las afectaciones desiguales que provoca la corrupción entre la ciudadanía mexicana.
Estrictos
El perfil que caracteriza al grupo de los estrictos rechaza totalmente la corrupción y la relaciona con una falla ética de quienes la cometen. Aunque reconocen haber participado de ella, su relación con ese acto es principalmente de culpa. Consideran que es una falla individual de carácter y no consideran salvedades que la justifiquen. Suponen que la mejor forma de acabar con la corrupción es con un cambio cultural, pero permanecen inflexibles en su juicio de la corrupción como un problema ético.
Simuladores
El grupo que se identificó como el de los simuladores fue el de aquellas personas que, pese a defender en lo público que todo acto de corrupción es inaceptable, en lo privado reportan participar de ella debido a los beneficios que les genera. Su posicionamiento externo sobre la corrupción deriva de la necesidad de una sanción pública que mantenga su imagen de probidad ciudadana, pese a participar tanto o más de la corrupción que otros perfiles.
Convenencieros
El grupo nombrado como convenencieros reúne a aquellas personas que rechazan prácticas corruptas de los altos funcionarios públicos, empresarios y personas de clase alta. Al mismo tiempo, aceptan, realizan y justifican actos de la vida diaria que les benefician personalmente. Su restricción hacia los actos de corrupción se debe solo a las sanciones que conllevan. Desprecian a los corruptos de cuello blanco, pero aceptan sus propias formas de corrupción como formas no equiparables del mismo problema. La solución central entre estas personas es el castigo de la corrupción de alto nivel y la relativa tolerancia hacia los actos que personalmente cometen.
Descarados
El grupo considerado como descarado está compuesto por personas que afirman que la corrupción está mal, pero la ven como un mecanismo de superación. En este grupo se encuentran aquellos que declaran como algo seguro que “el que no transa, no avanza”. En este grupo no se rechaza ningún acto de corrupción, pues se considera un mal normalizado que todas las personas cometen alguna vez.
Resignados
El grupo identificado como el de los resignados es el que mantiene una relación pasiva con el problema de la corrupción. La entienden como una realidad inescapable, en tanto que consideran que el problema ocurre como consecuencia de la condición humana. No identifican soluciones que mejoren la corrupción porque, según sus palabras, “siempre ha sido y será así”. No ven una forma de arreglar la corrupción y consideran que hay que resignarse a sufrir sus consecuencias.
¿Cómo acabar con la corrupción? Una discusión de política pública
Una opinión común entre los participantes de la investigación es que la corrupción implica pérdidas para la sociedad. En la medida que alguien sale beneficiado del abuso de lo público, se quiebra un principio básico de equidad ciudadana. Por eso, acabar con la corrupción resulta deseable socialmente. Sin embargo, los grupos de enfoque mostraron una paradoja. Ante la pregunta expresa sobre la necesidad de acabar con la corrupción, lo que resultaría también en limitar las ventajas y beneficios que la ciudadanía puede obtener de ella, la idea del fin de la corrupción parece más cuestionable.
Entre los diferentes perfiles se perciben dos posibilidades de política pública: el castigo a los grandes casos mediáticos de corrupción y las sanciones a los actos que lleva a cabo un ciudadano normal. Salvo el perfil que se ha nombrado como estricto, el cual considera toda forma de corrupción como inaceptable, los demás perfiles consideran que es preferible que el combate a la corrupción se limite a los grandes casos de abuso público que cometen políticos, empresarios y otros personajes con poder. No se espera que el gobierno atienda toda la corrupción, sino que se esperan sanciones ejemplares en los casos de abuso. De ahí una hipótesis para entender las narrativas populistas que pregonan el fin de la corrupción pese a no ofrecer soluciones de política pública, sino discursos que apelan a la corrupción de un pasado incierto.
Entender la forma en la que la ciudadanía mexicana entiende la corrupción permite dimensionar los retos que impone esta práctica en la vida cotidiana. Aunque las soluciones de política pública no son del todo evidentes, en la medida que nuestra comprensión del problema depende de la experiencia personal y las condiciones sociodemográficas, es claro que un compromiso mínimo podría consistir en evitar los efectos desproporcionados que tiene la corrupción entre las poblaciones más desaventajadas en el país. Aunque ha sido parte fundamental de su organización social desde sus inicios como país, México no está condenado a ser corrupto. Hay un largo camino adelante en materia de política pública para lograr una sociedad más justa.